Hay barcos cerca de esa línea. ¿Habrán tenido mis mismos pensamientos los marineros al alzar la vista? Supongo que habrán maldecido entre dientes: mal día de pesca, mala suerte. Yo, por el contrario, creo haber encontrado el paisaje que andaba buscando. Las mañanas soleadas en la playa son demasiado previsibles, demasiado evidentes. No me acaba de convencer lo evidente. Prefiero algo tan mágico e inservible como esto —sólo nos sirve a los poetas —; prefiero estas olas alocadas y la soledad fría de la arena vacía. Es más íntimo, como un pase privado sólo para idiotas soñadores. Los demás parecen simplemente no ver mientras se quejan: “¡hoy no voy a poder tomar el sol!”, “¡el agua está demasiado fría!”.
Yo prefiero perder el tiempo con otras tonterías, como mancharme los dedos de tinta negra o manchar estas líneas de rastros de arena. Me gusta la bravura de las olas cuando se desatan y están, al fin, en su medio; es como abrir la jaula que las oprime, como darles un motivo para hacerse oír.
En estas mañanas de playa embotada todo parece más tranquilo. El sol se da un descanso y las sombrillas se dan el día libre. Todo parece dormitar en un estado natural, casi sin alterar. Las canciones del verano y los helados hoy no funcionan. Es como si el propio verano hoy estuviese descansando.
Hoy nada en la arena funciona. Sólo lo intacto, lo intocable y al mismo tiempo intachable. El devenir de los días de julio se ha atascado y lo ha sustituido lo imperturbable. Sólo importan los sueños que acaban flotando en esas nubes que acolchan la mañana; se mezclan con el salitre y acaban siendo respirables. Hoy el cuerpo descansa y el alma se divierte mientras las olas se ríen de la inutilidad de los bañadores y desayunan la costa. Yo sólo soy un par de ojos que observan y una mente que suspira; sólo soy esta estilográfica tranquila que muerde los días, que manchando las hojas mientras se consume la ceniza del calendario; sólo soy una mañana absurda de verano.