Me pregunto a qué huele un
instante, ese enmascarado siempre en la presencia del silencio. Tal vez se parezca
a ese olor dulce de la muerte como a memoria y a flores secas. Es posible que
ahí sea donde aún resista la vida en bruto, “impulida” e “inbarnizable”, esa
mezcla indistinta entre bios y zoé. Quizás
sea ese instante imposible de oler lo que crea esa no-identidad del espejo, o
de la habitación de persianas cerradas donde el silencio se hace violento, se
acerca más al grito que el grito mismo, adquiere el color de una nota húmeda o
una garganta seca. Callar puede ser el significado.
Si la palabra muerte fuera veraz,
tendría que ser impronunciable, inadmisible, intratable; debería estar ahí en
cada esquina donde un reloj va creando un diario de vacío, con renglones rítmicos
al son de una melancolía, algo pathético.
Con el olfato agudizado, intento
quebrar lo inquebrantable, abrir una brecha en un espacio particular de ninguna
parte: sólo en ese no-lugar que huele a cementerio puedo alcanzar mi gesta. El
amor sufriente puede que sea un atajo merecido, un amour fou regenerador. Quizás sea ahí donde esa vida en bruto se
presencie. Lo bello y absurdo de este aroma es que, precisamente, es todo él
aroma, y sin embargo, ¿por qué se escabulle de mi nariz como una quimera
quijotesca? No responder es clave.
Puede que, al fin y al cabo, esa
vida indistinta no se distancie demasiado de la propia muerte, y puede que ese
instante se entremezcle demasiado bien con ella. Al fin y al cabo, ¿no decía
alguien que la muerte es verdaderamente la absoluta afirmación? Y ¿no es el
silencio un modo extraño de muerte?