sábado, 28 de enero de 2012

Desfile


Transcurre el desfile de los días. Nada percibo. Sólo hay una intuición en mis neuronas que nace del cosquilleo más profundo. Por fin comienzo a encontrar el sinsentido a todo intento; como consecuencia, la fatiga de unos ojos desbordados. Ante mí solo hay muros de cristales, a veces opacos, a veces reflectantes de una imagen que es al mismo tiempo mía y del desfile. ¿Por qué siempre aparecen los mismos síntomas en los minutos ambiguos de un instante flotante? Misma angustia, mismo dolor de sienes que surge en el trasfondo de las retinas y se proyecta en la bilis de un escaparte de última moda, misma náusea que hormiguea en la gabardina de hacer la ronda de los paseos tristes y las putas solitarias.
Nadie lee nunca la cartilla, ni el manual de instrucciones ajado de tanto no usarlo; nadie apaga nunca los semáforos y hace que nos atasquemos. Nada avanza sin que nada deje de avanzar. Todo se mueve en el mismo centrifugado, eterno retorno de pasar hojas de un sentido a otro desocupado. Así quedan las arrugas, teñidas del carmín de los ocasos tardíos, retocadas por el barman amigo: todos viejos y nadie sin serlo, sin sueño sincero y el placer de no cumplirlo. ¿Harán copagos de nuestros desmanes al tomar el té con la clarividencia? ¿Cobrarán por hacernos pasear por los laberintos oníricos más idiotas? El desfile de los momentos pintorescos se atasca, desde el manchado cuaderno de Bitácora hasta los fax desfasados en las habitaciones cerradas de la memoria. Quizás mañana perciba aquello que he venido buscando. 

martes, 17 de enero de 2012

Turbulencia


Las paredes comienzan a diluviar
con la última señal del teléfono.
Se forma la espiral,
bucle perfecto de todo mal de cabeza.
Tu imagen sigue anclada en el escritorio
y en la mente que sólo tiene para ti derramamientos.

Me dices que no llore; te enfadas,
Te irritas al ver un corazón roto
lanzado y vomitado frente a tu cara.
Todo parece inundarse con el pitido prolongado,
señal de infarto definitivo de la esperanza.

El color se diluye.
El negro se convierte en signo.
¿Cómo salir a flote con tu portazo?
Has decidido romper con todo, cerrar los ojos,
ajustar la venda de los egoísmos
y no afrontar el agua amarga.
No importa que te ame,
ni que se fundan, de golpe, todas las luces,
ni que los pozos ya no tengan fondo.
Tu decisión gana sentido con el segundo destrozado.

¿Cómo puedo ahora soportar el peso de los días?
Quizás la inconsciencia sin autoconciencia
sea la respuesta exacta:
pérdida de mí mismo para afrontar tu pérdida.

Espiral de neuronas desesperadas.
Las lágrimas ya llegan al techo.
Tú destrozas las paredes pero me sigo ahogando;
fabricas más despojos con miradas apáticas
y el minutero es el eterno después que ya por nada avanza:
atascarse en el momento exacto
de los males de amores más inexactos,
safari y caza de tu voluntad frente a mi flaqueza,
mismo titubear de soliloquio sincero de un nosotros irrecuperable.

Mis mejillas se oxidan, se secan y se cuartean.
He agotado el depósito de sentimientos por derramar;
sólo queda permanecer a la espera
del adiós que se ultima con el rehuir de las miradas.

¿Acudirán los créditos a este fin dramático?

lunes, 2 de enero de 2012

Año Nuevo, mentira piadosa


Ser 2012 y sentir pánico. Otro año más en la lista de cicatrices por contar, otro calendario por comprar. Los días han vuelto a dar la vuelta. El uno se convierte en dos y todo vuelve a empezar. 2 de enero, peor que mañana, no mejor que ayer: será mentira eso del hacer del porvenir lugares más agnósticos. Llega el año de los mayas, benditos ellos y sus chorradas. Ahora sólo pululan falsos mitos. Al menos, trabajarán los semiólogos en España mientras los demás miramos y vamos restando minutos en los relojes de la cola del paro.
¿Alguien contó con que no siempre todo es lo que deseamos y que las heridas no regeneran con el cambio de año? Dejemos que la gente disfrute del impás de pensarse afortunados, quimera tediosa de vendar las miradas y apretar el nudo con cada uva en la garganta. Ahí vuelve a aparecer: el mismo ritual de siempre. La abuela felicitando el año nuevo mientras el cuñado de alguien ya ha empezado a empinar el codo. En la minúscula tele, de nuevo la insufrible gala de las viejas glorias con laca y lentejuelas.
La redención no llega con el espectáculo de la pantomima; ni siquiera al hacer de cada campanada palabras tragadas en la garganta. Sólo acontece el mismo transcurrir de todas las medianoches en la que la manecilla de los minutos vuelve al doce. Pero no importa, el ritual de creernos dichosos ya hace tiempo que ha surgido; y ahí se queda, atascada, siempre, la misma verdad incómoda, sentada en una silla, sola, tapada por el abeto, para que no se la vea; es la verdad del amargor que poco endulza los turrones, el fundir de las bombillas navideñas, el finiquito de ese espíritu navideño tan bien fabricado.
Y no, no importa. Porque aquí llega, de nuevo, callada pero presente, la realidad del día ulterior que caduca la fiesta: la verdad que aparece a la mañana siguiente, con el despertar del reloj irritante y las mismas nubes cenicientas al otro lado de la persiana; la verdad de saber que tras el impás de Año Nuevo, todo vuelve y comienza.