Transcurre el desfile de los días.
Nada percibo. Sólo hay una intuición en mis neuronas que nace del cosquilleo
más profundo. Por fin comienzo a encontrar el sinsentido a todo intento; como
consecuencia, la fatiga de unos ojos desbordados. Ante mí solo hay muros de
cristales, a veces opacos, a veces reflectantes de una imagen que es al mismo
tiempo mía y del desfile. ¿Por qué siempre aparecen los mismos síntomas en los
minutos ambiguos de un instante flotante? Misma angustia, mismo dolor de sienes
que surge en el trasfondo de las retinas y se proyecta en la bilis de un
escaparte de última moda, misma náusea que hormiguea en la gabardina de hacer
la ronda de los paseos tristes y las putas solitarias.
Nadie lee nunca la cartilla, ni
el manual de instrucciones ajado de tanto no usarlo; nadie apaga nunca los
semáforos y hace que nos atasquemos. Nada avanza sin que nada deje de avanzar.
Todo se mueve en el mismo centrifugado, eterno retorno de pasar hojas de un
sentido a otro desocupado. Así quedan las arrugas, teñidas del carmín de los
ocasos tardíos, retocadas por el barman amigo: todos viejos y nadie sin serlo,
sin sueño sincero y el placer de no cumplirlo. ¿Harán copagos de nuestros
desmanes al tomar el té con la clarividencia? ¿Cobrarán por hacernos pasear por
los laberintos oníricos más idiotas? El desfile de los momentos pintorescos se
atasca, desde el manchado cuaderno de Bitácora hasta los fax desfasados en
las habitaciones cerradas de la memoria. Quizás mañana perciba aquello que he
venido buscando.