lunes, 6 de mayo de 2013

Sonámbulo

                                                                  Con Sophia Navarro Cases
                                                                                    
                                                   
1:26  a.m.

La arena gira deprisa, como un carrusel que permanece intacto en el tornado del tiempo. Los pies rasgan el aire que se estampa en la ventana, que da a la puerta. Las manos rozan la luz falsa que me sobreviene rasgando los párpados. Las escaleras de caracol suben y bajan pero mi cuerpo queda dinámicamente inmóvil. Al traspié, subo cayendo por un precipicio de nombre grabado en el muro.

2: 39 a.m.

Un resplandor juega a desnudarse con una diagonal envuelta en negro. Hay curvas que carcajean y se mueven enmascaradas. Hay borrones que se suman al suelo y otros que se dispersan. Oigo tambores que van marcando mis pasos, dejando atrás sombras ennegrecidas que se pierden.

2: 51 a. m.

Cuando la superficie se resbala, una cebra acude al rojo y un rinoceronte pasa a mi lado con la mirada encendida. Un susurro silba y perfora mi oído. ¿Quién es ese compás que está gritando?

4:47 a.m.

El silencio interrumpe mi paseo. Intento forzar los pasos y el ritmo, pero hay un mutismo que me prohíbe el movimiento. Sus manos me sujetan los tobillos. Mis brazos nadan la oscuridad. El silencio aún tarda en disiparse. Una alarma de voz insidiosa se lleva por delante el fango de un metrónomo. El asfalto ha carcomido las pisadas negras.

5: 18 a.m.

Mi montaña rusa va abrazando las paredes, va acariciando el cemento y se va dando de bruces con estampas de pincelada blanca y amarilla. A veces, algo me toca y me lanza al aire; a veces, mi contorno se hace espeso y otras busca fundirse con la niebla. La nebulosa absorbe siluetas que juegan al escondite.

6: 00 a.m.

De un pozo lejano, me llega el sonido de nudillos golpeando una puerta, de voces que traspasan las paredes. Me alcanza la imagen de mí mismo fuera de mí. Es ese otro que soy yo cuando el espejo me devuelve la mirada. Me veo doblado hacia mí mismo. Colores de tonos cenizos interrumpen mi vigilia.

6: 35 a.m.

De súbito, como una puñalada que no avisa, como una pared que te asalta a la cara, la leve comodidad de mi certeza se desgarra como las sábanas de mi cama. El mundo ha vuelto a la hora en punto de nuevo, sin avisar de ante mano y sin filtrarse. Sin previo aviso, el frío despierta.
Frente a mí, la vida comienza a funcionar en una pequeña plaza de la ciudad. Yo estoy apretado contra el muro de una casa mientras los madrugadores van bostezando el inicio del día. Consciente, siento mis huesos temblar y me caigo al suelo. Desorientado, me busco a mí mismo en esa habitación. La vigilia se hace insoportablemente tangible. Ahora, quedo atrapado en la realidad de nuevo. Buenas noches.

viernes, 1 de marzo de 2013

Tu mirada leve




Una ventana llueve.
La noche trajo el peso de la niebla
a una ciudad
que va inhalando el tiempo,
transcurrir congelado en un mutismo estéril.

Miras algo que no tiene nombre,
tal vez a mí,
un yo de hemorragia que va causándose heridas,
tal vez la nada
y un vacío que no está ahí.

Si no la miras,
con esos ojos de sutura leve,
la noche se pierde olvidándose de ella misma
y arrojando el aire a ese congelar
que ha ocultado tu hora.

El reloj dice: “ya es tarde”.
El mundo se va a dormir
pero tú resistes.
Te gusta romper el horario
de los días que no te invitan,
que ni siquiera te traen la vida.

Yo apartado te observo,
intentando no interrumpir tu ritual,
sin respirar, tal vez,
sin molestar esa vigilia
que va amparando el mundo. 

martes, 5 de febrero de 2013

Segundo Infinito


Con Sophia Navarro Cases


Dos pieles juntas
y un vapor entrecruzado
gritan mientras el colchón
se desnuda,
se quita suavemente las sábanas.

Ahora las persianas de sus ojos
se cierran,
las manos se entrelazan
en la almohada.

Llega un cabalgamiento salvaje,
una simbiosis de vida entregada
que sólo se desvela
cuando los instantes giran
entre las plumas de su cama,
como agujas de un reloj
que no cesa.

Se quieren, se besan,
se confiesan lo mejor
a cada impulso
que trastorna los esquemas,
que les devuelve un grito
de ternura y pasión desbordada.

En la unión de su amor
descubren un segundo infinito.

viernes, 14 de diciembre de 2012

La hoja y su secreto


Miraba la hoja. De vez en cuando, se tocaba el pelo y pasaba una mano por su cabeza,  se acariciaba a sí misma y se pasaba su pequeña melena por detrás de la oreja. Mientras tanto, miraba la hoja. El folio en blanco seguía frente a ella. Sus ojos parecían escrutarla. La hoja, a su vez, parecía querer decirle algo que ella no alcanzaba a asimilar, tal vez por no entenderle, tal vez por no querer oír. Ella insistía. Ella miraba la hoja. 
De vez en cuando, sacaba un reloj roto de su bolsillo y escrudiñaba una hora congelada. Las tres y cuarto era su hora y siempre lo sería. Ella no tenía horas, tan sólo una: las tres y cuarto dirigía los pasos intranquilos de su vida. Un vaso de agua descansaba en la mesa. Junto a él, una barra de carmín roja y, un poco más allá, una vieja foto arrugada. En la fotografía, alguien no tenía rostro. Era tan solo una espalda, un pelo alborotado y castaño; era alguien mirando un secreto ignoto. Lo que la persona de la foto miraba nadie más volvería a verlo.
Ella, consciente de ello, se preguntaba por su nombre, y por qué aún no lo había encontrado. Volvía a colocarse el pelo detrás de las orejas, volvía a acariciarlo. Volvía a fijar la vista en el espacio en blanco del folio, blanco como el verdadero abismo de su propio espacio; sólo para escudriñarlo, tratarlo con cuidado y a veces con dureza, para domesticarlo. El flequillo, a menudo, conseguía molestar su vista y ella soplaba. Al remover el aire, no sólo removía la molestia de sus cabellos castaños, a veces dorados con el sol, también removía sus fantasmas, una molestia mayor. Zurciendo una sonrisa, tiñendo sus labios rojos de un hálito, parecía removerse ella misma.
El trajín de una terraza, un día cualquiera, no la perturbaba. El camarero pasaba una y otra vez delante de su mesa; la miraba con ojos insidiosos, interrogantes a veces. Se preguntaría lo evidente: ese por qué tan socorrido. Lo más probable es que él se fuera, más tarde a su casa, con el final de un día de propinas míseras, y ahí escudriñara a su vez un folio en blanco. En ese mismo instante, ella, con fortuna, ya habría aprendido a escucharle.
Sus ojos seguían fijos. Su exterior iluminaba su rostro con un resplandor leve en el cutis, ignorante por completo de la convulsión, la tormenta, las nubes negras que precipitaban una lluvia que sabía a lágrima. La tranquilidad aparente ocultaba un caos invisible. Pero, ¿cómo aprender a apaciguar la tormenta si esa tormenta aún no había sido definida? ¿Cómo saber si ella misma había sido definida? Esa era su vida y su esquema: la huida y al mismo tiempo la búsqueda de una definición, por muy aparente, por muy superficial que fuera. Ella, quizás, buscaba en esa hoja sin letras algo que la definiera, sin impresiones tipográficas y sin palabras. Ella sabía que la hoja escondía ese secreto que pondría el punto final y el punto de partida. Por esa y otras razones que ni siquiera entendía, ella miraba la hoja. 

jueves, 13 de diciembre de 2012

Intentar acercarse a la verdad, por un alumno ignorante


Ayer, nuestro profesor de Teoría del Conocimiento nos lanzó, casi a bocajarro, con la fuerza de un impacto, una pregunta incomodísima, de esas que te pueden quitar el sueño: ¿qué es la verdad?
Después de hacer el ridículo en clase intentando aclarar mis ideas en voz alta (craso error), me di cuenta de que esa es una pregunta irresoluble. Yo, personalmente, no me veo lo suficientemente valiente como para saber en qué diablos consiste eso de la verdad. Por supuesto, mis compañeros de clase pergeñaron respuestas bien válidas, aunque no creo que fueran demasiado propias (con perdón), si es que es eso posible. Yo, muy torpemente, acepté ponerme en ridículo intentando buscar una definición que fuera mía. Esta definición, por supuesto, tenía bastante de ridícula, bastante de inexacta y bastante de errónea.
En el trayecto a mi casa, algo deprimido, mi cabeza comenzó a fabricar interrogantes con el vértigo solamente posible de un caos epistémico. ¿Qué diablos es la verdad? Supongo que a la primera conclusión que llegué es que no tenía ni la más remota idea de en qué consistía, y no (creo yo) por ignorancia, sino por un intento de rigor, tal vez, suicida. No obstante, no es esto esa ignorancia socrática; es, ciertamente, una ignorancia real y asumida, pero que no se queda ahí.
Ante una pregunta así, uno/a sólo puede masticarse los sesos, para luego regurgitarlos (mis disculpas por lo peliaguda de la imagen) e intentar sacar algo en claro de un amasijo de pensamientos. ¿Qué es la verdad? A voz de pronto, tras haberme atormentado con un caos de preguntas, diré que la verdad es hallar un estado de certidumbre. No obstante, esto ni siquiera es la verdad misma, sino su consecuencia, el poso que deja en una mente que se interroga. He aquí mi problema: me veo incapaz de aproximarme a la verdad de una forma directa y transversal. Parafraseando a Ortega, sólo puedo ir dando rodeos.
Así que, si la primera seguridad que puedo tener de la verdad es la propia seguridad, es decir, la certidumbre, sólo me queda por decir que la verdad es una quimera, un ilusorio estado, una meta que no se alcanza. La certidumbre, como la verdad, es tan sólo un ensueño. Pero, ¿certidumbre? ¿Certidumbre de qué? Puedo hallarme en un estado de incertidumbre holista, es decir, una incertidumbre global y, sin embargo, encontrar la certidumbre al creer que algo es cierto. Y aquí es donde comienza el problema: ¿puedo estar claramente seguro/a de mi certidumbre particular? No lo creo. Como he dicho antes, resulta fruto de un autoengaño (el caso paradigmático bien puede ser René Descartes, que buscó encontrar aquello de lo único que podía estar seguro, y creyendo haberlo encontrado, siglos después descubrimos que se había equivocado, que se había engañado a sí mismo). Si siempre hay algo que me hace dudar, no puedo encontrar la verdad. Sí, la verdad no es una, es múltiple. Pero, entonces, ¿es eso verdad? ¿No deberíamos abandonar una categoría como tal, que casi da vértigo, y asumir de una vez por todas que lo que hay no es verdad (o verdades) sino puntos de vista, enfoques, posiciones? Soy partidario de esta propuesta.
La vida es la primera maestra en eso de la incertidumbre. El vivir bien puede ser eso: preguntas que se solapan y se yuxtaponen, dudas irresolubles y otras que respondemos temporalmente, como un simulacro, para hacer de esto del existir un lugar más llevadero. La filosofía, en mi opinión, debería ser filo-alétheia, una búsqueda (o un amor) de la verdad; y como toda búsqueda, un desesperado intento que no termina por alcanzarse. Así, la verdad, que no sé exactamente qué es, sí puedo saber que elimina mi tormento. Pero, paradójicamente, aquello que elimina el tormento es la fuente de dicho tormento, o al menos, va solapada con esa fuente inexorable: la vida misma. Al no poder alcanzar la certidumbre, mi búsqueda me lleva a caer en una espiral de duda, y esta duda no es un fracaso, quizás sea la mayor aproximación al éxito. Por eso, en mi opinión, podemos invertir la tesis con la que he comenzado este ensayo en miniatura, y decir: la verdad, si se acerca a algo, eso es la incertidumbre. Sólo en el preguntarse, cuestionarse, y no conformarse con el simulacro de una respuesta podemos ver de qué está hecha la verdad: de preguntas cuyas respuestas van caducando con el tiempo, respuestas que no son sino una leve contingencia. En su contingencia, todas las respuestas que podamos elaborar van a acabar pereciendo. Por eso hay tanto de pluralidad y de levedad en la aproximación a la verdad, porque nosotros mismos, los buscadores, tenemos en nosotros mismos tantísimo de leves, de plurales y de contingentes, porque la propia vida va fabricándonos como seres que, lentamente, van convirtiéndose ellos mismos en pregunta.

P.D.: consciente de no haber dado en realidad  una respuesta a ¿qué es la verdad?, me he limitado a pergeñar, torpemente y con la inexactitud propia de alguien que en realidad ignora, una aproximación a cuán paradójica me resulta a mí su búsqueda. Por supuesto, estas breves respuestas aceptan todo tipo de críticas y aproximaciones. He de confesar que esto sólo es un intento de poner en orden, y por escrito, mi propia incertidumbre.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Sea cual sea tu nombre


Aunque tu voz no me vea,
sé que permaneces
como el rastro que dejan las evidencias
en un nicho de hojas secas;

y aunque no sepa pronunciarte,
ni tan siquiera hacer de ti algo firme,
sé que eres el culpable
de esa fosa común de los silencios,
o del óxido en eso que antes parecía seguro
y que ahora, tal vez por prisa
o tal vez por derrota,
sólo es una arruga más en la memoria.

De la soledad, sin embargo, sólo fuiste un cómplice incómodo,
una excusa y un fracaso,
tal vez una crónica apenas susurrada.

Las malas noticias a veces llevaban tu nombre, sea cual sea.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Cerrar las persianas


con Sophía Navarro Cases.





La melancolía se filtra por la persiana,
huecos que resguardan los secretos
del frío de la ciudad ruidosa,
ahí donde se abren espacios que sirven de cueva.

Es ahí donde el tiempo se escapa
y se desparrama en un semáforo que hace de espera:
¡ámbar que nunca cambia, que nunca acaba!
La luz roja será el límite de un camino vagabundo.

La incertidumbre se acrecienta por el incesante sonido
del silencio.
Sudor, pulso y vida se mezclan en un suspiro que se delata en aullido.

Sólo puedo cerrar los ojos,
limitarme a cerrar las persianas
que me ocultan una verdad más allá de mí mismo,
me traen la piel a mi mente que sólo quiere despegar.

Pero mi ser permanece en ese paso de cebra
que carece de líneas.
Se posa en el asfalto y se ancla
como ese semáforo pausado en ámbar.

Todo seguirá inmóvil si no llega el aire a esta vida viciada.