viernes, 14 de diciembre de 2012

La hoja y su secreto


Miraba la hoja. De vez en cuando, se tocaba el pelo y pasaba una mano por su cabeza,  se acariciaba a sí misma y se pasaba su pequeña melena por detrás de la oreja. Mientras tanto, miraba la hoja. El folio en blanco seguía frente a ella. Sus ojos parecían escrutarla. La hoja, a su vez, parecía querer decirle algo que ella no alcanzaba a asimilar, tal vez por no entenderle, tal vez por no querer oír. Ella insistía. Ella miraba la hoja. 
De vez en cuando, sacaba un reloj roto de su bolsillo y escrudiñaba una hora congelada. Las tres y cuarto era su hora y siempre lo sería. Ella no tenía horas, tan sólo una: las tres y cuarto dirigía los pasos intranquilos de su vida. Un vaso de agua descansaba en la mesa. Junto a él, una barra de carmín roja y, un poco más allá, una vieja foto arrugada. En la fotografía, alguien no tenía rostro. Era tan solo una espalda, un pelo alborotado y castaño; era alguien mirando un secreto ignoto. Lo que la persona de la foto miraba nadie más volvería a verlo.
Ella, consciente de ello, se preguntaba por su nombre, y por qué aún no lo había encontrado. Volvía a colocarse el pelo detrás de las orejas, volvía a acariciarlo. Volvía a fijar la vista en el espacio en blanco del folio, blanco como el verdadero abismo de su propio espacio; sólo para escudriñarlo, tratarlo con cuidado y a veces con dureza, para domesticarlo. El flequillo, a menudo, conseguía molestar su vista y ella soplaba. Al remover el aire, no sólo removía la molestia de sus cabellos castaños, a veces dorados con el sol, también removía sus fantasmas, una molestia mayor. Zurciendo una sonrisa, tiñendo sus labios rojos de un hálito, parecía removerse ella misma.
El trajín de una terraza, un día cualquiera, no la perturbaba. El camarero pasaba una y otra vez delante de su mesa; la miraba con ojos insidiosos, interrogantes a veces. Se preguntaría lo evidente: ese por qué tan socorrido. Lo más probable es que él se fuera, más tarde a su casa, con el final de un día de propinas míseras, y ahí escudriñara a su vez un folio en blanco. En ese mismo instante, ella, con fortuna, ya habría aprendido a escucharle.
Sus ojos seguían fijos. Su exterior iluminaba su rostro con un resplandor leve en el cutis, ignorante por completo de la convulsión, la tormenta, las nubes negras que precipitaban una lluvia que sabía a lágrima. La tranquilidad aparente ocultaba un caos invisible. Pero, ¿cómo aprender a apaciguar la tormenta si esa tormenta aún no había sido definida? ¿Cómo saber si ella misma había sido definida? Esa era su vida y su esquema: la huida y al mismo tiempo la búsqueda de una definición, por muy aparente, por muy superficial que fuera. Ella, quizás, buscaba en esa hoja sin letras algo que la definiera, sin impresiones tipográficas y sin palabras. Ella sabía que la hoja escondía ese secreto que pondría el punto final y el punto de partida. Por esa y otras razones que ni siquiera entendía, ella miraba la hoja. 

jueves, 13 de diciembre de 2012

Intentar acercarse a la verdad, por un alumno ignorante


Ayer, nuestro profesor de Teoría del Conocimiento nos lanzó, casi a bocajarro, con la fuerza de un impacto, una pregunta incomodísima, de esas que te pueden quitar el sueño: ¿qué es la verdad?
Después de hacer el ridículo en clase intentando aclarar mis ideas en voz alta (craso error), me di cuenta de que esa es una pregunta irresoluble. Yo, personalmente, no me veo lo suficientemente valiente como para saber en qué diablos consiste eso de la verdad. Por supuesto, mis compañeros de clase pergeñaron respuestas bien válidas, aunque no creo que fueran demasiado propias (con perdón), si es que es eso posible. Yo, muy torpemente, acepté ponerme en ridículo intentando buscar una definición que fuera mía. Esta definición, por supuesto, tenía bastante de ridícula, bastante de inexacta y bastante de errónea.
En el trayecto a mi casa, algo deprimido, mi cabeza comenzó a fabricar interrogantes con el vértigo solamente posible de un caos epistémico. ¿Qué diablos es la verdad? Supongo que a la primera conclusión que llegué es que no tenía ni la más remota idea de en qué consistía, y no (creo yo) por ignorancia, sino por un intento de rigor, tal vez, suicida. No obstante, no es esto esa ignorancia socrática; es, ciertamente, una ignorancia real y asumida, pero que no se queda ahí.
Ante una pregunta así, uno/a sólo puede masticarse los sesos, para luego regurgitarlos (mis disculpas por lo peliaguda de la imagen) e intentar sacar algo en claro de un amasijo de pensamientos. ¿Qué es la verdad? A voz de pronto, tras haberme atormentado con un caos de preguntas, diré que la verdad es hallar un estado de certidumbre. No obstante, esto ni siquiera es la verdad misma, sino su consecuencia, el poso que deja en una mente que se interroga. He aquí mi problema: me veo incapaz de aproximarme a la verdad de una forma directa y transversal. Parafraseando a Ortega, sólo puedo ir dando rodeos.
Así que, si la primera seguridad que puedo tener de la verdad es la propia seguridad, es decir, la certidumbre, sólo me queda por decir que la verdad es una quimera, un ilusorio estado, una meta que no se alcanza. La certidumbre, como la verdad, es tan sólo un ensueño. Pero, ¿certidumbre? ¿Certidumbre de qué? Puedo hallarme en un estado de incertidumbre holista, es decir, una incertidumbre global y, sin embargo, encontrar la certidumbre al creer que algo es cierto. Y aquí es donde comienza el problema: ¿puedo estar claramente seguro/a de mi certidumbre particular? No lo creo. Como he dicho antes, resulta fruto de un autoengaño (el caso paradigmático bien puede ser René Descartes, que buscó encontrar aquello de lo único que podía estar seguro, y creyendo haberlo encontrado, siglos después descubrimos que se había equivocado, que se había engañado a sí mismo). Si siempre hay algo que me hace dudar, no puedo encontrar la verdad. Sí, la verdad no es una, es múltiple. Pero, entonces, ¿es eso verdad? ¿No deberíamos abandonar una categoría como tal, que casi da vértigo, y asumir de una vez por todas que lo que hay no es verdad (o verdades) sino puntos de vista, enfoques, posiciones? Soy partidario de esta propuesta.
La vida es la primera maestra en eso de la incertidumbre. El vivir bien puede ser eso: preguntas que se solapan y se yuxtaponen, dudas irresolubles y otras que respondemos temporalmente, como un simulacro, para hacer de esto del existir un lugar más llevadero. La filosofía, en mi opinión, debería ser filo-alétheia, una búsqueda (o un amor) de la verdad; y como toda búsqueda, un desesperado intento que no termina por alcanzarse. Así, la verdad, que no sé exactamente qué es, sí puedo saber que elimina mi tormento. Pero, paradójicamente, aquello que elimina el tormento es la fuente de dicho tormento, o al menos, va solapada con esa fuente inexorable: la vida misma. Al no poder alcanzar la certidumbre, mi búsqueda me lleva a caer en una espiral de duda, y esta duda no es un fracaso, quizás sea la mayor aproximación al éxito. Por eso, en mi opinión, podemos invertir la tesis con la que he comenzado este ensayo en miniatura, y decir: la verdad, si se acerca a algo, eso es la incertidumbre. Sólo en el preguntarse, cuestionarse, y no conformarse con el simulacro de una respuesta podemos ver de qué está hecha la verdad: de preguntas cuyas respuestas van caducando con el tiempo, respuestas que no son sino una leve contingencia. En su contingencia, todas las respuestas que podamos elaborar van a acabar pereciendo. Por eso hay tanto de pluralidad y de levedad en la aproximación a la verdad, porque nosotros mismos, los buscadores, tenemos en nosotros mismos tantísimo de leves, de plurales y de contingentes, porque la propia vida va fabricándonos como seres que, lentamente, van convirtiéndose ellos mismos en pregunta.

P.D.: consciente de no haber dado en realidad  una respuesta a ¿qué es la verdad?, me he limitado a pergeñar, torpemente y con la inexactitud propia de alguien que en realidad ignora, una aproximación a cuán paradójica me resulta a mí su búsqueda. Por supuesto, estas breves respuestas aceptan todo tipo de críticas y aproximaciones. He de confesar que esto sólo es un intento de poner en orden, y por escrito, mi propia incertidumbre.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Sea cual sea tu nombre


Aunque tu voz no me vea,
sé que permaneces
como el rastro que dejan las evidencias
en un nicho de hojas secas;

y aunque no sepa pronunciarte,
ni tan siquiera hacer de ti algo firme,
sé que eres el culpable
de esa fosa común de los silencios,
o del óxido en eso que antes parecía seguro
y que ahora, tal vez por prisa
o tal vez por derrota,
sólo es una arruga más en la memoria.

De la soledad, sin embargo, sólo fuiste un cómplice incómodo,
una excusa y un fracaso,
tal vez una crónica apenas susurrada.

Las malas noticias a veces llevaban tu nombre, sea cual sea.