Miraba la hoja. De vez en cuando, se tocaba el pelo y pasaba
una mano por su cabeza, se acariciaba a
sí misma y se pasaba su pequeña melena por detrás de la oreja. Mientras tanto,
miraba la hoja. El folio en blanco seguía frente a ella. Sus ojos parecían
escrutarla. La hoja, a su vez, parecía querer decirle algo que ella no
alcanzaba a asimilar, tal vez por no entenderle, tal vez por no querer oír.
Ella insistía. Ella miraba la hoja.
De vez en cuando, sacaba un reloj roto de su bolsillo y
escrudiñaba una hora congelada. Las tres y cuarto era su hora y siempre lo
sería. Ella no tenía horas, tan sólo una: las tres y cuarto dirigía los pasos
intranquilos de su vida. Un vaso de agua descansaba en la mesa. Junto a él, una
barra de carmín roja y, un poco más allá, una vieja foto arrugada. En la
fotografía, alguien no tenía rostro. Era tan solo una espalda, un pelo
alborotado y castaño; era alguien mirando un secreto ignoto. Lo que la persona
de la foto miraba nadie más volvería a verlo.
Ella, consciente de ello, se preguntaba por su nombre, y por
qué aún no lo había encontrado. Volvía a colocarse el pelo detrás de las
orejas, volvía a acariciarlo. Volvía a fijar la vista en el espacio en blanco del
folio, blanco como el verdadero abismo de su propio espacio; sólo para
escudriñarlo, tratarlo con cuidado y a veces con dureza, para domesticarlo. El
flequillo, a menudo, conseguía molestar su vista y ella soplaba. Al remover el
aire, no sólo removía la molestia de sus cabellos castaños, a veces dorados con
el sol, también removía sus fantasmas, una molestia mayor. Zurciendo una
sonrisa, tiñendo sus labios rojos de un hálito, parecía removerse ella misma.
El trajín de una terraza, un día cualquiera, no la perturbaba.
El camarero pasaba una y otra vez delante de su mesa; la miraba con ojos
insidiosos, interrogantes a veces. Se preguntaría lo evidente: ese por qué tan socorrido. Lo más probable
es que él se fuera, más tarde a su casa, con el final de un día de propinas
míseras, y ahí escudriñara a su vez un folio en blanco. En ese mismo instante,
ella, con fortuna, ya habría aprendido a escucharle.
Sus ojos seguían fijos. Su exterior iluminaba su rostro con
un resplandor leve en el cutis, ignorante por completo de la convulsión, la
tormenta, las nubes negras que precipitaban una lluvia que sabía a lágrima. La
tranquilidad aparente ocultaba un caos invisible. Pero, ¿cómo aprender a
apaciguar la tormenta si esa tormenta aún no había sido definida? ¿Cómo saber
si ella misma había sido definida? Esa era su vida y su esquema: la huida y al
mismo tiempo la búsqueda de una definición, por muy aparente, por muy
superficial que fuera. Ella, quizás, buscaba en esa hoja sin letras algo que la
definiera, sin impresiones tipográficas y sin palabras. Ella sabía que la hoja escondía
ese secreto que pondría el punto final y el punto de partida. Por esa y otras
razones que ni siquiera entendía, ella miraba la hoja.