No soporto el otoño, estación gris de hojas que se deshojan, de hojas que mueren, de hojas caducas que caen a un suelo lleno de cadáveres; estación llena de niebla, en la que es imposible ver más allá de la tristeza.
Otoño. Maldito otoño. Tú me dijiste adiós en otoño. Desde entonces odio otoño y odio los adioses —qué palabra tan triste cuando es sencillo decir hasta luego —. Ahora camino cabizbajo, ignorando las hojas muertas que rompen mis pasos lentos. Octubre siempre ha sido un mes de lágrimas secas en días de lluvia húmeda. Cada octubre ando. Sólo ando. Solo ando. Ando sin rumbo en veredas que fingen guiarme a una meta que nunca llega. Y sin embargo nunca consigo perderme. Qué fácil sería perderse y no tener que odiar el otoño.
Y ahora es imposible no recordarte cuando comienzan a caer las primeras hojas; es imposible no entristecerme por muy bien que me vaya, por mucho que te haya olvidado. Siempre permanece tu recuerdo como una sombra insistente, como un tumor molesto en el fondo del alma. Es por ello por lo que resulta imposible no sentir la necesidad de perderse. Perderme para olvidarte. Olvidarte para encontrarme —regla de tres imposible, o al menos inalcanzable —.
Siempre que llegan estas malditas fechas, cojo mis piernas dormidas y las hago andar. Avanzo por el asfalto de la carretera hasta la primera desviación en la que haya un camino que conduzca a un tramo boscoso. De este modo, me adentro en lo profundo de aquello que odio, me empapo del rocío inquietante de saberme envuelto por la esencia del otoño en esos árboles que van caducando igual de rápido que sus hojas moribundas. Intentando perderme, me encuentro de bruces con mis recuerdos y sulfato con tus adioses la naturaleza muerta; intentando perderme, buceo y me ahogo en mi propia autocompasión. Me acurruco —siempre odiando el otoño, siempre temiendo los adioses —, en algún rincón donde las hojas estén más secas para poder regarlas. Y así es cómo va pasando una estación en la que sólo palpita tu recuerdo: los besos y abrazos que murieron y cayeron en la fosa común donde iban a parar todas las miserias caducas.
Así permanezco, haciendo nada, deseándolo todo. Permanezco odiando los adioses en otoño.