lunes, 29 de agosto de 2011

Adiós y Otoño

No soporto el otoño, estación gris de hojas que se deshojan, de hojas que mueren, de hojas caducas que caen a un suelo lleno de cadáveres; estación llena de niebla, en la que es imposible ver más allá de la tristeza.

Otoño. Maldito otoño. Tú me dijiste adiós en otoño. Desde entonces odio otoño y odio los adioses —qué palabra tan triste cuando es sencillo decir hasta luego —. Ahora camino cabizbajo, ignorando las hojas muertas que rompen mis pasos lentos. Octubre siempre ha sido un mes de lágrimas secas en días de lluvia húmeda. Cada octubre ando. Sólo ando. Solo ando. Ando sin rumbo en veredas que fingen guiarme a una meta que nunca llega. Y sin embargo nunca consigo perderme. Qué fácil sería perderse y no tener que odiar el otoño.

Y ahora es imposible no recordarte cuando comienzan a caer las primeras hojas; es imposible no entristecerme por muy bien que me vaya, por mucho que te haya olvidado. Siempre permanece tu recuerdo como una sombra insistente, como un tumor molesto en el fondo del alma. Es por ello por lo que resulta imposible no sentir la necesidad de perderse. Perderme para olvidarte. Olvidarte para encontrarme —regla de tres imposible, o al menos inalcanzable —.

Siempre que llegan estas malditas fechas, cojo mis piernas dormidas y las hago andar. Avanzo por el asfalto de la carretera hasta la primera desviación en la que haya un camino que conduzca a un tramo boscoso. De este modo, me adentro en lo profundo de aquello que odio, me empapo del rocío inquietante de saberme envuelto por la esencia del otoño en esos árboles que van caducando igual de rápido que sus hojas moribundas. Intentando perderme, me encuentro de bruces con mis recuerdos y sulfato con tus adioses la naturaleza muerta; intentando perderme, buceo y me ahogo en mi propia autocompasión. Me acurruco —siempre odiando el otoño, siempre temiendo los adioses —, en algún rincón donde las hojas estén más secas para poder regarlas. Y así es cómo va pasando una estación en la que sólo palpita tu recuerdo: los besos y abrazos que murieron y cayeron en la fosa común donde iban a parar todas las miserias caducas.

Así permanezco, haciendo nada, deseándolo todo. Permanezco odiando los adioses en otoño.

sábado, 27 de agosto de 2011

Sueño en el hormiguero



• 1ªpers.

El sueño comienza a invadirme y llena mi mente de ideas absurdas. No menos absurdo es el mundo que me rodea —disfrazado de miradas lánguidas y cansadas que observan un punto muerto a través de la ventana —. Yo soy uno de ellos, uno de tantos que simplemente se despereza en el duro asiento esperando su parada.

Qué decepcionante es ser uno más de una masa, ser sólo un número…y a la vez no ser nada (deseando ser mucho). El tiempo es un reloj estropeado; inmerso en un minuto eterno, una secuencia que se repite, el mismo “tic-tac” que reitera mis dudas en un sonido inagotable.

De repente, en el lejano mundo de ese vagón de metro, se oye la familiar voz profetizadora y la misma frase de siempre: “próxima estación:…” Abro los ojos (que sin querer había cerrado) y vuelvo a observar el hormiguero. La velocidad del tren aminora y las catacumbas oscuras de ingeniería nacional dan paso a un violento haz de luz y a un visible cartel con el nombre de la estación. Las puertas se abren. Mis pies, autómatas inconscientes, avanzan dando traspiés y salgo del vagón movido por la corriente.

El sueño se transforma en cansancio; el cansancio, a su vez, en nostalgia; la nostalgia en ironía. Mi cerebro es un niño quejica que se cansa del ejercicio perpetuo del vivir…y sólo quiere escapar, huir de la confusión dubitativa de las neuronas y del tránsito inamovible de la ciudad (gris, difusa, siempre caduca). Salgo del subsuelo mortuorio y me saluda el mundo con su luz de abril. Miro mi reloj atrasado. Son las treinta horas del mediodía.

Llego tarde.



• 3ªpers.

Él permanece, quieto (muy quieto), con la cabeza apoyada en el cristal de la ventana, observando la oscuridad de un túnel negro: su vida.

Su mente va oscilando como un péndulo entre ideas adormecidas y una realidad triste y decadente (tan triste y decadente como sus dudas, como su propio yo). El metro avanza. Su figura apenas se percibe. Él tampoco percibe la lógica ambigua y cruel de ese mundo absurdo que oprime sus neuronas.

Él permanece. Mientras, su mente se agita y se va ahogando lentamente entre interrogantes que nadan en la bañera del tiempo, cruel sin-sentido que muerde creando heridas en sus pensamientos. La voz masculina habitual del metro resuena en sus vagones y Él despierta del sueño de las dudas confusas, apartando su vista de ese punto muerto de la oscuridad de la ventana y de su propio yo. La velocidad del tren comienza a descender y se para con un movimiento suave y gradual. Como consecuencia, el hormiguero comienza a agitarse y Él se une a esa corriente demográfica que se escapa del vagón.

El mundo lo espera ahí arriba. Él quiere hacerse de rogar. Suspira su cansancio y su nostalgia. El bucle vital sigue repitiéndose en ese minuto eterno de la existencia. La ciudad de oprime, pero Él la ama y la necesita, como toda relación de corazones sangrantes. Le saluda al salir y el sol de abril baña su cara. Observando el hormigón del mundo, mira su reloj atrasado. Son las treinta horas del mediodía.

Llega tarde.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Síntesis del cuerpo molesto



No sé si es un mancha o es el corazón que se descompone. Lo toco y se siente tibio, húmedo y palpitante. Parece querer decirme algo, pero no sé escucharlo. Me dispongo a arrancarme las orejas y a pegármelas en los dedos, pero no lo consigo. Será que mi cuerpo no es un cuerpo sino un intento. Un intento de recipiente omnisciente, un intento de cualquier cosa. Nada funciona. Ni siquiera aporrearlo, ni siquiera marginarlo al rincón de lo molesto. Todo acaba por acumularse: los rotos cosidos con varices y venas, el sudor pegadizo de los nervios, los ojos desgañitados de tanto intentar no ver.

Síntesis de lo invertido. Es por ello por lo que mis mejillas se hunden. He aprendido a no necesitar tragar y comer, pues es suficiente tragar lágrimas reprimidas y comerse las palabras para luego meterse los dedos y vomitarlas.

El corazón descompuesto sigue silencioso, no quiere interrumpirme el silencio y yo no quiero mirarlo por miedo a descomponerme yo también. Soy y no me siento copulativo, no me siento verbo. Por no sentirme, no me siento ni vivo. ¿Qué es eso que decían los padres al amenazar? Ah! Sí...”¡andate con ojo!” Yo sí que quisiera vaciar las cuencas y andar a ciegas, para así tener una excusa para no ver lo que piso y permitirme el lujo de caer; o quizás para equivocarme de salida y acabar por perderme.

Es fácil dejarse arrastrar por mareas que no descansan...y yo soy demasiado perezoso como para intentar escapar.






martes, 23 de agosto de 2011

La crueldad del calendario

Su rimel estaba apagado y su pintalabios fuera de cobertura. No había respuesta. Las llamadas de miradas silenciosas habían dejado de funcionar, como todo lo demás. Ella miraba el horizonte con aire inexpresivo, en ejercicio de ignorar el mundo. Los recuerdos estaban todos desparramados por el suelo, unos visibles y otros bocabajo, siempre en blanco y negro y con la marca inconfundible de las Polaroid. No eran más que el reflejo de tantas sonrisas desperdiciadas, tantas esperanzas absurdas desprendidas al suelo y olvidadas en ese mismo lapso de tiempo en el que caían. Todo siempre tan absurdo, como las sonrisas fingidas que aún nos mentían.

Intentamos abrazarnos. Los intentos siempre fueron eso, sólo intentos vanos. Por lo que sus manos se cerraron y mis ojos cabecearon; miraron al suelo en señal de asimilación. Ella empezó a reír, con fuerza, con energía, pataleando la atmósfera viciada que no nos atrevíamos a respirar. Yo la miraba con la misma cara inexpresiva que ella portaba segundos atrás, la misma, sin moldear.

Los minutos nunca avanzaban y sin embargo el calendario siempre se llenaba de nuevos días por tachar, nuevos reproches por acumular, nuevos gritos por callar. Y mientras, nosotros permanecíamos en el silencio de los cobardes que no se atreven a romperlo; siempre sin hacer nada, por miedo y por falta de todo, de valor, de ilusión, de ganas, de esperanza. Sin fuerzas ni siquiera de poner el fin al capítulo y olvidar. No. Era mejor mirarnos y gritarnos sin abrir la boca, de lanzarnos trastos a la cara sólo con la expresión de los ojos, siempre turbios, siempre mojados. Dejamos que todo marchase y que nada fluyese. Nos convertimos poco a poco en agua estancada en una habitación inundada, donde el agua nos ahogaba y a nosotros nos daba por boquear, como peces a los que se les ha olvidado nadar.

Nos permitimos el lujo de perdernos, de perdernos y caer, de perdernos y maldecir, de perdernos y dejar de sentir, dejar de ver los corazones que terminaron por estallar. Éramos ella y yo en el odio del amor. Éramos ella y yo buscando el significado a un nosotros que nunca supimos coser. Y así nos quedamos, inertes, en un intento frustrado de nada, con miedo atroz a todo. Así nos quedamos, callados y en silencio, acumulando días en el calendario, marchitando fotos en blanco y negro.

Hiel de palabras escritas

Hoy es un día diferente en este blog. Hoy he decidido cambiar las cosas y abrir mis Confesiones Icásticas a nuevas posibilidades literarias que antes dormían en algún que otro baúl. Y no se me ocurría nada mejor que un poema que habla sobre el hecho mismo de escribir.


Terror es tiempo marchito

al caer por las horas muertas.

El reloj se transforma en enemigo

si la hoja en blanco, sola,

no me espera.


Letras difusas. Renglones torcidos.

Oraciones enredadas.

Significados que pierden significante

al reír sin motivo

o al escribir igual de loco

como siento en los dedos.


Prefiero vomitar versos

a llorar rendido.

Mis palabras son el psicólogo

que seca las lágrimas

de todo lo vivido.


Textos confundidos

de sintagmas descosidos,

o ajados si duelen,

o cortados si amargan,

o añorados si estremecen

con palabras precisas en la boca.


Escribo, con conceptos invertidos,

por intentar sobrevivir

al sinsentido

del tiempo consentido.