miércoles, 28 de diciembre de 2011

Insomne


En la ventana el reflejo de mi rostro cansado me saluda. Me llama la cama y al mismo tiempo me repulsa: ambigüedad en noches de insomnio. Se vuelven intratables las horas cuando la habitación es un refugio subversivo de minutos mal masticados. Todo se eterniza; todo acaba por salir de la tangente y la atmósfera se codifica en manchas de rastros endebles del día finito. ¿Será así mientras los bostezos floten? ¿Acabará la marcha centrífuga de los pensamientos en su fabricar interrogantes? El despertador se eterniza en el despuntar de las llamadas madrugadoras y los ojos siguen bien abiertos, expectantes frente a lo ya acaecido: el nuevo día y las ojeras de no haber dormido. 

martes, 6 de diciembre de 2011

Reventar burbujas


Terminar por reventar burbujas:
eso que siempre dices que constituye
matar las horas entre silencio y silencio
en la manía esquizofrénica de no entendernos.
Ladras y no te escucho;
desatiendo los modales y las costumbres
y me transformo en un ser subversivo,
acabo por bajar al pozo que tanto odias.

¿Dónde quedó el hacer de las mañanas
espacios en blanco y lugares de parada?
Será que dejó de servirte eso de redimir reproches
y comenzaste a afilar cuchillos y retinas.

Se han convertido en innecesarios
los rituales efímeros del sumar de dos productos:
besos con sabor a madrugada,
contenciones inversas de palabras al oído,
caricias ascéticas en el calor y la medianoche.
¿Habrá que continuar explotando burbujas
en el instante asmático del no mirarnos? 

jueves, 10 de noviembre de 2011

Acercarse a las distancias


Las palabras acaban por quemar
y tú no te das cuenta.
Por supuesto que no.
Tus encías no dan tregua
cuando dices que no importa
y llenas tu boca de café
en esa hora de las doce y media.
Tú me miras, y yo huyo
de tus sonrisas de ojos azules.
No quiero transpirar mis miserias
cuando me dices qué tal el día.

Sales de mí, te vas,
vuelves;
tu imagen me sangra
y sólo quiero arañarme
para no gritarte.
Tus palabras terminan por perderse
y al hablar no te entiendo,
o no quiero escucharte.

Dan la una. Yo pago la cuenta.
Había acabado
por no soportar tu efusividad.
Suspiro. Me alivio.
Será necesario acercarse a las distancias.

domingo, 30 de octubre de 2011

Ausente


En la mesa comen dos y uno está ausente. Sólo es un hueco vacío en el que corre el aire, sentado en la silla, mirándome con unos ojos vidriosos que no existen. Ella está en su ausencia, está en cada plato que sobra, en cada hueco vacío en el sofá, cada comentario sin respuesta. Ella no está, pero es; es ausencia. Ella se constituye de espacios absurdos. Ella es una transformación en blanco, como cada palabra de su nombre, de su significado. Sólo es su antiguo Ella en sus fotos, o en su antiguo nombre: Iris (ahora absurdo). Iris dejó de respirar y pasó automáticamente a ser Ella, el Ella pasado —pretérito perfecto que jamás tuvo tanto de daño y de ilógico —. Hay ausencias que nota el ambiente, que siguen pesando, llenando la silla y el otro lado de la cama; pero ausentes, con todo lo que ello implica.

Ahora mismo son las nueve y media en la mesa. En la televisión aún perdura el telediario mientras Ella y yo estamos cenando. He hecho lubina; sé que a Iris le gustaba, Ella sólo lo mira. Nunca prueba mis cenas. Desagradecida. Prefiero a Iris, con todo lo que ello implica: besos, viajes, risas…enfados, distracciones, porvenir; ser un dos y no un uno, sentirla como trozo de corazón con otro nombre, sentirla dulce en mi significado y en el Estado Civil. Ella, sin embargo, sólo implica ausencia y devenir, la contingencia sin esencia, el no tener nunca nada que decir por el hecho de que nada va a importar —Sólo el no importar es importante; sólo la ausencia es lo único que no permanece ausente —. Sé que Ella va a permanecer sin probar bocado, pero he llegado a conseguir que nada de eso me importe demasiado; es una chica difícil y rebelde, nunca se conforma sólo con estar ausente sino que tiene que hacerse notar, dejar claro que en realidad no está, sólo por el placer de meter el dedo en la llaga. Maldita desagradecida. Pero la quiero. O más bien la necesito. O más bien no sé separarme de ella. Debería dejar de ponerle el plato en la mesa o de dejarle un hueco en el sofá, de darle las buenas noches o de saludarla cuando me despierto por las mañanas. Pero es lo que mejor sé hacer: no ignorar. Prefiero permanecer en las consecuencias de la no-ignorancia. Es más fácil.

El telediario está acabando. Como última noticia ha vuelto a salir el tema del cáncer. Malditos periodistas: siempre con lo mismo; es como si se regodearan. Apago la tele y miro a Ella para ver si le ha molestado. Suelto una risa ligera. Claro que no le ha molestado; está demasiado ocupada en estar ausente.




miércoles, 28 de septiembre de 2011

El cambio; el entenderlo


Son extrañas las huellas en la piel cuando ya no las miras, pero sabes que existen. Y por encima de ello es extraño verte a ti mismo como alguien extraño, como una consecuencia de algo —intentar razonar la contingencia siempre es absurdo —. Darse cuenta de que ya no eres quien eres supone una trascendencia difícil de explicar, es una trascendencia callada, muda, indecible. Es casi como un tributo a la filosofía —que, como diría Adorno, [la filosofía] es el esfuerzo permanente y desesperado de decir lo que no puede decirse —quizás el cambio suponga algo parecido; sobre todo cuando ese cambio sientes que viene de lo profundo de tu alma —o de tu mente, o de tus entrañas, como prefieras llamarlo —, de las inquietudes constantes de lo inconstante.
No intento teorizar nada, no intento aprehender nada de todo esto, no pretendo realizar una argumentación válida. No quiero que nada de esto se traspapele. Sólo quiero vomitar pensamientos e intentar hilarlos para intentar hilarme a mí mismo e intentar no enredarme —o puede que al enredarme llegue a alguna parte —. 
¿Cuándo uno se da cuenta de que no es el mismo que antes? ¿Qué es lo que provoca esa lucidez perceptiva, casi diría que sensible a las neuronas? ¿Qué es lo que aprieta el interruptor de la bombilla y apto seguido la rompe y deja caer sus cristales sobre tu cabeza?
Creo que al fin y al cabo lo único que tenemos son las pequeñas heridas a flor de suspiro, las noches en vela escrutando la nada sin ser conscientes de que los que debemos ser escrutados somos nosotros mismos. La percepción del cambio es algo sensible de un hecho insensible, no físico. Es una paradoja. Es un absurdo. La idea de que no somos los mismos nos da la idea de que no somos nada, pues creemos que no hemos rellenado ese vacío antes de darnos cuenta. Somos tan estúpidos que nos creemos dueños de nuestras histerias, de nuestros pensamientos acelerados, de nuestras muecas incomprensivas. Nos damos cuenta de que hemos cambiado cuando algo hace “clic” en la mente y no avanza, sino que se queda rumiando la idea de la diferencia, la idea de un cambio accidental en la existencia que tiene mucho o nada de esencia. Ese “clic” suele tener que ver con el tiempo, con el rencor de los recuerdos que no te dejan en paz, con la pesadez de la memoria. El “fui” acaba por salir a la superficie y se convierte en un “he sido”, que nunca olvida hacerse pregunta e indagar en lo que no debe indagarse, se transforma en “¿qué soy?”, que evidentemente se personaliza en “¿quién soy?”.
Cuando nos hacemos esa pregunta, la mejor respuesta debería ser siempre que no somos, un perfecto “no soy”, hasta que sepamos la respuesta sin necesidad de formularla. Y eso es el cambio, la superación del “¿quién soy?” en “soy esto”, a vueltas del “¿qué soy?”, para así ver evidente el “he sido” y el “fui” y reírse del “no soy”.
O puede ser que el cambio no sea nada de esto y que no sea nada más que los hilos que han terminado por enredarse en mi mente. Sea como sea, perdonad por haber malgastado vuestro tiempo.

Paris, rien de plus


Quizás París sea la solución
a todas las preguntas sin respuesta,
la meta en la carrera
del amarse y no olvidarse
de cada reloj en Saint-Lazare
y cada beso en Saint-Germain.

Amarse quizás sea más fácil
que romper histerias
con la nostalgia de las distancias.
Tú tan lejos y yo tan en ninguna parte.
Tú en tus cosas y yo en no pensarte
para no tener que empezar a arder
al no tenerte ocupando la otra mitad de la cama.

Quizás París sea la solución a las rutinas,
a no verse ni en fotografías
por no tener un lugar adecuado para hacerlas.
El acordeón será un buen punto de partida
con su olor a Montmatre y a nostalgia
(recuerdos imaginarios en estado de fabricarlos;
si tú quieres, si podemos).
y la lluvia tal vez nos limpie todos los humos
de esos que se amontonan muy adentro,
pegados a cada poro y cada suspiro
(lluvia y paseos en París
como catarsis
para dos subproductos).

Quizás el Sena sea la marea necesaria
para ir arrastrándonos hacia nosotros mismo
y encontrarnos al colgar todos los candados
en Alexandre III y pendular los olvidos
(olvidar todo lo que apenas importe,
que no tenga que ver con el instante).

Quizás la Cité sea la vía
para evadirse y perderse,
transpirar el tiempo y los años,
masticar arbotantes en Notre-Damme
y creerse atemporales
o quizás lo sea morder paseos
en Champs Elysées o en Champs de Mars
y sentir el amor en los hierros de Eiffel.

Quizás París sea la solución
a todo este desasosiego,
a cada tormenta que nos atormenta,
a cada beso vacío por darse demasiado deprisa.

Quizás París sea la solución a las distancias.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Mundo plural en lo absurdo


Asfalto quemado; fuego
saliendo del cigarro
que consumías
con el ansia de rigor.

Tu cara supuraba
todos los malos pensamientos
que habíamos estado sulfatando.

Yo prefería encerrarme
en mi cuarto
y así nadar entre líquido amniótico.
La puerta y el exterior
se encontraban en un mundo
imposible, inalcanzable, lejano.

Tú venías a sacarme de mi bolsa
y yo habría los ojos cada mañana
al sentir tus besos con sabor a madrugada.

Yo te miraba con el aire
de malos humos acostumbrado
mientras tú seguías bebiendo
del ruido despierto
del reloj maleducado.

Y todo porque nos miramos el fondo de las cabezas
y nos colapsamos con todo lo que vimos.
Y todo porque bebimos recuerdos
y no olvidos
y abandonamos las persianas
en las que acostumbrábamos dormirnos.

Tú reías al verme quejarme
y pedir explicaciones
a las manecillas del despertador maldito.

Pero a pesar de todos los “peros”,
siempre supimos que nos queríamos
al bizquear las miradas tuertas
y transpirar los nervios del roce de cuerpos.

Tú en tu humo, yo en mi atmósfera;
rompiendo en los sueños la distancia intencionada
y creando futuros inmediatos en las sábanas.

Siempre respirábamos eso de las barreras rotas.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Correo

Chica de la Vespa y el pintalabios,

tengo que informarte

de que me he dejado la vista

en tu sonrisa.

Por favor, me gustaría recuperarla.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Como de costumbre


Siempre tenía que contenerme las ganas de lanzarle algo a su cara enrejada al verle. Odiaba su sonrisa cruel y enferma; odiaba sus colmillos sobresaliendo de sus pórfidos labios en señal de amenaza; odiaba la sensación de angustia que siempre me provocaba al sentirlo cerca.


En el pasillo hasta la celda de reclusión todo era claustrofóbico. Desde las lámparas fluorescentes del techo hasta las ratas bajo los pies, rozando el escalofrío con la punta de los dedos. Yo me limitaba a intentar andar, sólo centrada en el acto mismo de los pasos, olvidando toda función de pensar —inutilizar el cerebro para no tener que echar a correr en la dirección contraria —.

Llegué al final y fue su mirada lo primero que me saludó, esa mirada de superioridad al reírse con el iris y fulminar con las pupilas. Lo odiaba. Y no sabía realmente que narices hacía allí todas las semanas. Junto a él me sentía desnuda, privada de toda sensación de seguridad. ¿Y por qué estaba allí? Ojalá hubiese intuido mínimamente la respuesta. Quizás fuera cosa de la costumbre, por pura inercia.  Quizás era terror a no seguir siendo su juguete.

—Hola, gatita, ¿qué tal vamos esta semana? ¿Dándole bien al cuerpo? ¿Eh? Seguro que sí… ¿verdad que sí, gatita? ¿Verdad que siempre has sido un poco zorrita? ¿Por eso vienes aquí, no? —sólo se me ocurría ignorarle. Era demasiado difícil intentar ser valiente, hacer algo, plantar cara a las pesadillas tangibles que te miran.

Opté por no contestar, ni siquiera asentir. Tan sólo me desnudé, poco a poco, nada más atravesar los barrotes, mientras me dolía cada prenda que me quitaba. Noté cómo el aire gélido de la prisión acariciaba cada poro de mi piel desnuda. Sentí un escalofrío. Nunca he creído que fuera de frío, sino más bien terror y asco al ver sus ojos de pura lascivia al ver mi cuerpo expuesto: todas mis vergüenzas, todos mis moratones al descubierto.

No tardó en comenzar. Yo me dediqué a huir con la mente y dejarme llevar. Su lengua iba recorriendo cada centímetro de mi cuerpo mientras yo intentaba no asquear cada una de sus caricias. Al rato, todo había acabado, pero como siempre se me quedó el remanente de lo vergonzoso en el cuerpo, como pegado, dejando su marca imborrable —quizás olvidarlo todo ayudaría a limpiar la piel —.

Volví a salir como cada semana, con nuevos arañazos, con nuevos moratones, con nuevas ganas de vomitar y cortarme las venas en la bañera. Escapé con la mente aún confundida. Escapé sólo con la certeza de que la semana siguiente iba a volver. Escapé deseando que la marca de sus encías ácidas desapareciese de mi cuello.


jueves, 1 de septiembre de 2011

Incertidumbre

Tachamos el último día absurdo
en el calendario.
Las horas se consumieron
en inspiraciones de minutos,
en momentos creados para saborearlos.

Sólo queda la hoja en blanco,
el futuro sin sentido,
temor y esperanza de lo nuevo,
sólo incertidumbre de lo que seremos.

Intentamos ser lo que queríamos
y nos quedamos clavados en lo que fuimos.
Cada cuadro lo pintamos de blanco,
cada verso corrimos a borrarlo.

Intentamos eliminar el punto final,
el desenlace corrompido,
el mañana cosido y raído.

Ahora tenemos lo que entendemos:
la memoria de un impás aburrido
y la huida hacia lo no vivido.

Nos quedamos atascados en lo que perdimos.

lunes, 29 de agosto de 2011

Adiós y Otoño

No soporto el otoño, estación gris de hojas que se deshojan, de hojas que mueren, de hojas caducas que caen a un suelo lleno de cadáveres; estación llena de niebla, en la que es imposible ver más allá de la tristeza.

Otoño. Maldito otoño. Tú me dijiste adiós en otoño. Desde entonces odio otoño y odio los adioses —qué palabra tan triste cuando es sencillo decir hasta luego —. Ahora camino cabizbajo, ignorando las hojas muertas que rompen mis pasos lentos. Octubre siempre ha sido un mes de lágrimas secas en días de lluvia húmeda. Cada octubre ando. Sólo ando. Solo ando. Ando sin rumbo en veredas que fingen guiarme a una meta que nunca llega. Y sin embargo nunca consigo perderme. Qué fácil sería perderse y no tener que odiar el otoño.

Y ahora es imposible no recordarte cuando comienzan a caer las primeras hojas; es imposible no entristecerme por muy bien que me vaya, por mucho que te haya olvidado. Siempre permanece tu recuerdo como una sombra insistente, como un tumor molesto en el fondo del alma. Es por ello por lo que resulta imposible no sentir la necesidad de perderse. Perderme para olvidarte. Olvidarte para encontrarme —regla de tres imposible, o al menos inalcanzable —.

Siempre que llegan estas malditas fechas, cojo mis piernas dormidas y las hago andar. Avanzo por el asfalto de la carretera hasta la primera desviación en la que haya un camino que conduzca a un tramo boscoso. De este modo, me adentro en lo profundo de aquello que odio, me empapo del rocío inquietante de saberme envuelto por la esencia del otoño en esos árboles que van caducando igual de rápido que sus hojas moribundas. Intentando perderme, me encuentro de bruces con mis recuerdos y sulfato con tus adioses la naturaleza muerta; intentando perderme, buceo y me ahogo en mi propia autocompasión. Me acurruco —siempre odiando el otoño, siempre temiendo los adioses —, en algún rincón donde las hojas estén más secas para poder regarlas. Y así es cómo va pasando una estación en la que sólo palpita tu recuerdo: los besos y abrazos que murieron y cayeron en la fosa común donde iban a parar todas las miserias caducas.

Así permanezco, haciendo nada, deseándolo todo. Permanezco odiando los adioses en otoño.

sábado, 27 de agosto de 2011

Sueño en el hormiguero



• 1ªpers.

El sueño comienza a invadirme y llena mi mente de ideas absurdas. No menos absurdo es el mundo que me rodea —disfrazado de miradas lánguidas y cansadas que observan un punto muerto a través de la ventana —. Yo soy uno de ellos, uno de tantos que simplemente se despereza en el duro asiento esperando su parada.

Qué decepcionante es ser uno más de una masa, ser sólo un número…y a la vez no ser nada (deseando ser mucho). El tiempo es un reloj estropeado; inmerso en un minuto eterno, una secuencia que se repite, el mismo “tic-tac” que reitera mis dudas en un sonido inagotable.

De repente, en el lejano mundo de ese vagón de metro, se oye la familiar voz profetizadora y la misma frase de siempre: “próxima estación:…” Abro los ojos (que sin querer había cerrado) y vuelvo a observar el hormiguero. La velocidad del tren aminora y las catacumbas oscuras de ingeniería nacional dan paso a un violento haz de luz y a un visible cartel con el nombre de la estación. Las puertas se abren. Mis pies, autómatas inconscientes, avanzan dando traspiés y salgo del vagón movido por la corriente.

El sueño se transforma en cansancio; el cansancio, a su vez, en nostalgia; la nostalgia en ironía. Mi cerebro es un niño quejica que se cansa del ejercicio perpetuo del vivir…y sólo quiere escapar, huir de la confusión dubitativa de las neuronas y del tránsito inamovible de la ciudad (gris, difusa, siempre caduca). Salgo del subsuelo mortuorio y me saluda el mundo con su luz de abril. Miro mi reloj atrasado. Son las treinta horas del mediodía.

Llego tarde.



• 3ªpers.

Él permanece, quieto (muy quieto), con la cabeza apoyada en el cristal de la ventana, observando la oscuridad de un túnel negro: su vida.

Su mente va oscilando como un péndulo entre ideas adormecidas y una realidad triste y decadente (tan triste y decadente como sus dudas, como su propio yo). El metro avanza. Su figura apenas se percibe. Él tampoco percibe la lógica ambigua y cruel de ese mundo absurdo que oprime sus neuronas.

Él permanece. Mientras, su mente se agita y se va ahogando lentamente entre interrogantes que nadan en la bañera del tiempo, cruel sin-sentido que muerde creando heridas en sus pensamientos. La voz masculina habitual del metro resuena en sus vagones y Él despierta del sueño de las dudas confusas, apartando su vista de ese punto muerto de la oscuridad de la ventana y de su propio yo. La velocidad del tren comienza a descender y se para con un movimiento suave y gradual. Como consecuencia, el hormiguero comienza a agitarse y Él se une a esa corriente demográfica que se escapa del vagón.

El mundo lo espera ahí arriba. Él quiere hacerse de rogar. Suspira su cansancio y su nostalgia. El bucle vital sigue repitiéndose en ese minuto eterno de la existencia. La ciudad de oprime, pero Él la ama y la necesita, como toda relación de corazones sangrantes. Le saluda al salir y el sol de abril baña su cara. Observando el hormigón del mundo, mira su reloj atrasado. Son las treinta horas del mediodía.

Llega tarde.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Síntesis del cuerpo molesto



No sé si es un mancha o es el corazón que se descompone. Lo toco y se siente tibio, húmedo y palpitante. Parece querer decirme algo, pero no sé escucharlo. Me dispongo a arrancarme las orejas y a pegármelas en los dedos, pero no lo consigo. Será que mi cuerpo no es un cuerpo sino un intento. Un intento de recipiente omnisciente, un intento de cualquier cosa. Nada funciona. Ni siquiera aporrearlo, ni siquiera marginarlo al rincón de lo molesto. Todo acaba por acumularse: los rotos cosidos con varices y venas, el sudor pegadizo de los nervios, los ojos desgañitados de tanto intentar no ver.

Síntesis de lo invertido. Es por ello por lo que mis mejillas se hunden. He aprendido a no necesitar tragar y comer, pues es suficiente tragar lágrimas reprimidas y comerse las palabras para luego meterse los dedos y vomitarlas.

El corazón descompuesto sigue silencioso, no quiere interrumpirme el silencio y yo no quiero mirarlo por miedo a descomponerme yo también. Soy y no me siento copulativo, no me siento verbo. Por no sentirme, no me siento ni vivo. ¿Qué es eso que decían los padres al amenazar? Ah! Sí...”¡andate con ojo!” Yo sí que quisiera vaciar las cuencas y andar a ciegas, para así tener una excusa para no ver lo que piso y permitirme el lujo de caer; o quizás para equivocarme de salida y acabar por perderme.

Es fácil dejarse arrastrar por mareas que no descansan...y yo soy demasiado perezoso como para intentar escapar.






martes, 23 de agosto de 2011

La crueldad del calendario

Su rimel estaba apagado y su pintalabios fuera de cobertura. No había respuesta. Las llamadas de miradas silenciosas habían dejado de funcionar, como todo lo demás. Ella miraba el horizonte con aire inexpresivo, en ejercicio de ignorar el mundo. Los recuerdos estaban todos desparramados por el suelo, unos visibles y otros bocabajo, siempre en blanco y negro y con la marca inconfundible de las Polaroid. No eran más que el reflejo de tantas sonrisas desperdiciadas, tantas esperanzas absurdas desprendidas al suelo y olvidadas en ese mismo lapso de tiempo en el que caían. Todo siempre tan absurdo, como las sonrisas fingidas que aún nos mentían.

Intentamos abrazarnos. Los intentos siempre fueron eso, sólo intentos vanos. Por lo que sus manos se cerraron y mis ojos cabecearon; miraron al suelo en señal de asimilación. Ella empezó a reír, con fuerza, con energía, pataleando la atmósfera viciada que no nos atrevíamos a respirar. Yo la miraba con la misma cara inexpresiva que ella portaba segundos atrás, la misma, sin moldear.

Los minutos nunca avanzaban y sin embargo el calendario siempre se llenaba de nuevos días por tachar, nuevos reproches por acumular, nuevos gritos por callar. Y mientras, nosotros permanecíamos en el silencio de los cobardes que no se atreven a romperlo; siempre sin hacer nada, por miedo y por falta de todo, de valor, de ilusión, de ganas, de esperanza. Sin fuerzas ni siquiera de poner el fin al capítulo y olvidar. No. Era mejor mirarnos y gritarnos sin abrir la boca, de lanzarnos trastos a la cara sólo con la expresión de los ojos, siempre turbios, siempre mojados. Dejamos que todo marchase y que nada fluyese. Nos convertimos poco a poco en agua estancada en una habitación inundada, donde el agua nos ahogaba y a nosotros nos daba por boquear, como peces a los que se les ha olvidado nadar.

Nos permitimos el lujo de perdernos, de perdernos y caer, de perdernos y maldecir, de perdernos y dejar de sentir, dejar de ver los corazones que terminaron por estallar. Éramos ella y yo en el odio del amor. Éramos ella y yo buscando el significado a un nosotros que nunca supimos coser. Y así nos quedamos, inertes, en un intento frustrado de nada, con miedo atroz a todo. Así nos quedamos, callados y en silencio, acumulando días en el calendario, marchitando fotos en blanco y negro.

Hiel de palabras escritas

Hoy es un día diferente en este blog. Hoy he decidido cambiar las cosas y abrir mis Confesiones Icásticas a nuevas posibilidades literarias que antes dormían en algún que otro baúl. Y no se me ocurría nada mejor que un poema que habla sobre el hecho mismo de escribir.


Terror es tiempo marchito

al caer por las horas muertas.

El reloj se transforma en enemigo

si la hoja en blanco, sola,

no me espera.


Letras difusas. Renglones torcidos.

Oraciones enredadas.

Significados que pierden significante

al reír sin motivo

o al escribir igual de loco

como siento en los dedos.


Prefiero vomitar versos

a llorar rendido.

Mis palabras son el psicólogo

que seca las lágrimas

de todo lo vivido.


Textos confundidos

de sintagmas descosidos,

o ajados si duelen,

o cortados si amargan,

o añorados si estremecen

con palabras precisas en la boca.


Escribo, con conceptos invertidos,

por intentar sobrevivir

al sinsentido

del tiempo consentido.

viernes, 29 de julio de 2011

Mañana absurda de verano

Es curioso cómo el sol alumbra a trompicones un cielo embotado en un paisaje equivocado. Las nubes en la costa parecen absurdas en verano. Sin embargo, tienen en su inutilidad algo hermoso, algo mágico que sólo posee lo ilógico. La línea del horizonte también parece equivocada, confusa y perdida. No sabe dónde empieza el azul del mar y dónde acaba la espuma de las nubes. Amenaza lluvia y ella lo sabe; permanece expectante, paciente, esperando la convulsión de las mareas más peligrosas.

Hay barcos cerca de esa línea. ¿Habrán tenido mis mismos pensamientos los marineros al alzar la vista? Supongo que habrán maldecido entre dientes: mal día de pesca, mala suerte. Yo, por el contrario, creo haber encontrado el paisaje que andaba buscando. Las mañanas soleadas en la playa son demasiado previsibles, demasiado evidentes. No me acaba de convencer lo evidente. Prefiero algo tan mágico e inservible como esto —sólo nos sirve a los poetas —; prefiero estas olas alocadas y la soledad fría de la arena vacía. Es más íntimo, como un pase privado sólo para idiotas soñadores. Los demás parecen simplemente no ver mientras se quejan: “¡hoy no voy a poder tomar el sol!”, “¡el agua está demasiado fría!”.

Yo prefiero perder el tiempo con otras tonterías, como mancharme los dedos de tinta negra o manchar estas líneas de rastros de arena. Me gusta la bravura de las olas cuando se desatan y están, al fin, en su medio; es como abrir la jaula que las oprime, como darles un motivo para hacerse oír.

En estas mañanas de playa embotada todo parece más tranquilo. El sol se da un descanso y las sombrillas se dan el día libre. Todo parece dormitar en un estado natural, casi sin alterar. Las canciones del verano y los helados hoy no funcionan. Es como si el propio verano hoy estuviese descansando.

Hoy nada en la arena funciona. Sólo lo intacto, lo intocable y al mismo tiempo intachable. El devenir de los días de julio se ha atascado y lo ha sustituido lo imperturbable. Sólo importan los sueños que acaban flotando en esas nubes que acolchan la mañana; se mezclan con el salitre y acaban siendo respirables. Hoy el cuerpo descansa y el alma se divierte mientras las olas se ríen de la inutilidad de los bañadores y desayunan la costa. Yo sólo soy un par de ojos que observan y una mente que suspira; sólo soy esta estilográfica tranquila que muerde los días, que manchando las hojas mientras se consume la ceniza del calendario; sólo soy una mañana absurda de verano.

viernes, 1 de julio de 2011

The memory is cruel

¿Qué es eso a lo que algunos llaman mundo? ¿Empieza en el espacio-tiempo; acaba en los sueños? La respuesta a esas preguntas a mí no me corresponde encontrarla. No sé hacerlo, simplemente. Pero, ¿cómo responder a dudas con más dudas? Sí, esa es mi especialidad: no ser por culpa de pensar, es decir, ir hundiéndome lentamente en el barro apestoso de los malos pensamientos.


Sé que mereces una explicación. ¿Dónde has estado; por qué has tardado en venir; qué explicación tienes para ello? Todo eso dirás, todos esos reproches me los tirarás a la cara sin contemplaciones, como escupitajos emponzoñados; siempre irás armado con una mirada de juicios.

Mientras pienso en ti, en el tiempo que me has estado esperando (seas quien seas), escucho The memory is cruel de Russian Red. No es mentira nada de lo que dice –quizás no sea cierto nada de lo que yo digo -. La memoria es cruel, la memoria tiene algo mágico y trágico al mismo tiempo: que no olvida. Aunque creamos pasar página, persiste esa necesidad de perdernos en la que todos acabamos cayendo. Decidimos perdernos en ese mar fortuito y caduco del yo, de un yo de carne y hueso, de vida; un yo de recuerdos que hacen daño y al mismo tiempo nos alimentan cuando el presente resulta gris y el pasado demasiado atractivo.

Yo he vivido demasiado tiempo en ese extraño mar, he perdurado demasiado tiempo en un limbo gris que iba embotando mi cabeza. Las preguntas parecen mi medio, mi habitat. Persisto en un mundo que consigue arañarme y es precisamente eso lo que me araña (araña la piel, piel que cae y me daña).

Qué difícil es salir de esa memoria cruel, que difícil resulta conformarse con un presente en el que sólo nos queda perdurar, simplemente ser.