miércoles, 28 de septiembre de 2011

El cambio; el entenderlo


Son extrañas las huellas en la piel cuando ya no las miras, pero sabes que existen. Y por encima de ello es extraño verte a ti mismo como alguien extraño, como una consecuencia de algo —intentar razonar la contingencia siempre es absurdo —. Darse cuenta de que ya no eres quien eres supone una trascendencia difícil de explicar, es una trascendencia callada, muda, indecible. Es casi como un tributo a la filosofía —que, como diría Adorno, [la filosofía] es el esfuerzo permanente y desesperado de decir lo que no puede decirse —quizás el cambio suponga algo parecido; sobre todo cuando ese cambio sientes que viene de lo profundo de tu alma —o de tu mente, o de tus entrañas, como prefieras llamarlo —, de las inquietudes constantes de lo inconstante.
No intento teorizar nada, no intento aprehender nada de todo esto, no pretendo realizar una argumentación válida. No quiero que nada de esto se traspapele. Sólo quiero vomitar pensamientos e intentar hilarlos para intentar hilarme a mí mismo e intentar no enredarme —o puede que al enredarme llegue a alguna parte —. 
¿Cuándo uno se da cuenta de que no es el mismo que antes? ¿Qué es lo que provoca esa lucidez perceptiva, casi diría que sensible a las neuronas? ¿Qué es lo que aprieta el interruptor de la bombilla y apto seguido la rompe y deja caer sus cristales sobre tu cabeza?
Creo que al fin y al cabo lo único que tenemos son las pequeñas heridas a flor de suspiro, las noches en vela escrutando la nada sin ser conscientes de que los que debemos ser escrutados somos nosotros mismos. La percepción del cambio es algo sensible de un hecho insensible, no físico. Es una paradoja. Es un absurdo. La idea de que no somos los mismos nos da la idea de que no somos nada, pues creemos que no hemos rellenado ese vacío antes de darnos cuenta. Somos tan estúpidos que nos creemos dueños de nuestras histerias, de nuestros pensamientos acelerados, de nuestras muecas incomprensivas. Nos damos cuenta de que hemos cambiado cuando algo hace “clic” en la mente y no avanza, sino que se queda rumiando la idea de la diferencia, la idea de un cambio accidental en la existencia que tiene mucho o nada de esencia. Ese “clic” suele tener que ver con el tiempo, con el rencor de los recuerdos que no te dejan en paz, con la pesadez de la memoria. El “fui” acaba por salir a la superficie y se convierte en un “he sido”, que nunca olvida hacerse pregunta e indagar en lo que no debe indagarse, se transforma en “¿qué soy?”, que evidentemente se personaliza en “¿quién soy?”.
Cuando nos hacemos esa pregunta, la mejor respuesta debería ser siempre que no somos, un perfecto “no soy”, hasta que sepamos la respuesta sin necesidad de formularla. Y eso es el cambio, la superación del “¿quién soy?” en “soy esto”, a vueltas del “¿qué soy?”, para así ver evidente el “he sido” y el “fui” y reírse del “no soy”.
O puede ser que el cambio no sea nada de esto y que no sea nada más que los hilos que han terminado por enredarse en mi mente. Sea como sea, perdonad por haber malgastado vuestro tiempo.

Paris, rien de plus


Quizás París sea la solución
a todas las preguntas sin respuesta,
la meta en la carrera
del amarse y no olvidarse
de cada reloj en Saint-Lazare
y cada beso en Saint-Germain.

Amarse quizás sea más fácil
que romper histerias
con la nostalgia de las distancias.
Tú tan lejos y yo tan en ninguna parte.
Tú en tus cosas y yo en no pensarte
para no tener que empezar a arder
al no tenerte ocupando la otra mitad de la cama.

Quizás París sea la solución a las rutinas,
a no verse ni en fotografías
por no tener un lugar adecuado para hacerlas.
El acordeón será un buen punto de partida
con su olor a Montmatre y a nostalgia
(recuerdos imaginarios en estado de fabricarlos;
si tú quieres, si podemos).
y la lluvia tal vez nos limpie todos los humos
de esos que se amontonan muy adentro,
pegados a cada poro y cada suspiro
(lluvia y paseos en París
como catarsis
para dos subproductos).

Quizás el Sena sea la marea necesaria
para ir arrastrándonos hacia nosotros mismo
y encontrarnos al colgar todos los candados
en Alexandre III y pendular los olvidos
(olvidar todo lo que apenas importe,
que no tenga que ver con el instante).

Quizás la Cité sea la vía
para evadirse y perderse,
transpirar el tiempo y los años,
masticar arbotantes en Notre-Damme
y creerse atemporales
o quizás lo sea morder paseos
en Champs Elysées o en Champs de Mars
y sentir el amor en los hierros de Eiffel.

Quizás París sea la solución
a todo este desasosiego,
a cada tormenta que nos atormenta,
a cada beso vacío por darse demasiado deprisa.

Quizás París sea la solución a las distancias.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Mundo plural en lo absurdo


Asfalto quemado; fuego
saliendo del cigarro
que consumías
con el ansia de rigor.

Tu cara supuraba
todos los malos pensamientos
que habíamos estado sulfatando.

Yo prefería encerrarme
en mi cuarto
y así nadar entre líquido amniótico.
La puerta y el exterior
se encontraban en un mundo
imposible, inalcanzable, lejano.

Tú venías a sacarme de mi bolsa
y yo habría los ojos cada mañana
al sentir tus besos con sabor a madrugada.

Yo te miraba con el aire
de malos humos acostumbrado
mientras tú seguías bebiendo
del ruido despierto
del reloj maleducado.

Y todo porque nos miramos el fondo de las cabezas
y nos colapsamos con todo lo que vimos.
Y todo porque bebimos recuerdos
y no olvidos
y abandonamos las persianas
en las que acostumbrábamos dormirnos.

Tú reías al verme quejarme
y pedir explicaciones
a las manecillas del despertador maldito.

Pero a pesar de todos los “peros”,
siempre supimos que nos queríamos
al bizquear las miradas tuertas
y transpirar los nervios del roce de cuerpos.

Tú en tu humo, yo en mi atmósfera;
rompiendo en los sueños la distancia intencionada
y creando futuros inmediatos en las sábanas.

Siempre respirábamos eso de las barreras rotas.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Correo

Chica de la Vespa y el pintalabios,

tengo que informarte

de que me he dejado la vista

en tu sonrisa.

Por favor, me gustaría recuperarla.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Como de costumbre


Siempre tenía que contenerme las ganas de lanzarle algo a su cara enrejada al verle. Odiaba su sonrisa cruel y enferma; odiaba sus colmillos sobresaliendo de sus pórfidos labios en señal de amenaza; odiaba la sensación de angustia que siempre me provocaba al sentirlo cerca.


En el pasillo hasta la celda de reclusión todo era claustrofóbico. Desde las lámparas fluorescentes del techo hasta las ratas bajo los pies, rozando el escalofrío con la punta de los dedos. Yo me limitaba a intentar andar, sólo centrada en el acto mismo de los pasos, olvidando toda función de pensar —inutilizar el cerebro para no tener que echar a correr en la dirección contraria —.

Llegué al final y fue su mirada lo primero que me saludó, esa mirada de superioridad al reírse con el iris y fulminar con las pupilas. Lo odiaba. Y no sabía realmente que narices hacía allí todas las semanas. Junto a él me sentía desnuda, privada de toda sensación de seguridad. ¿Y por qué estaba allí? Ojalá hubiese intuido mínimamente la respuesta. Quizás fuera cosa de la costumbre, por pura inercia.  Quizás era terror a no seguir siendo su juguete.

—Hola, gatita, ¿qué tal vamos esta semana? ¿Dándole bien al cuerpo? ¿Eh? Seguro que sí… ¿verdad que sí, gatita? ¿Verdad que siempre has sido un poco zorrita? ¿Por eso vienes aquí, no? —sólo se me ocurría ignorarle. Era demasiado difícil intentar ser valiente, hacer algo, plantar cara a las pesadillas tangibles que te miran.

Opté por no contestar, ni siquiera asentir. Tan sólo me desnudé, poco a poco, nada más atravesar los barrotes, mientras me dolía cada prenda que me quitaba. Noté cómo el aire gélido de la prisión acariciaba cada poro de mi piel desnuda. Sentí un escalofrío. Nunca he creído que fuera de frío, sino más bien terror y asco al ver sus ojos de pura lascivia al ver mi cuerpo expuesto: todas mis vergüenzas, todos mis moratones al descubierto.

No tardó en comenzar. Yo me dediqué a huir con la mente y dejarme llevar. Su lengua iba recorriendo cada centímetro de mi cuerpo mientras yo intentaba no asquear cada una de sus caricias. Al rato, todo había acabado, pero como siempre se me quedó el remanente de lo vergonzoso en el cuerpo, como pegado, dejando su marca imborrable —quizás olvidarlo todo ayudaría a limpiar la piel —.

Volví a salir como cada semana, con nuevos arañazos, con nuevos moratones, con nuevas ganas de vomitar y cortarme las venas en la bañera. Escapé con la mente aún confundida. Escapé sólo con la certeza de que la semana siguiente iba a volver. Escapé deseando que la marca de sus encías ácidas desapareciese de mi cuello.


jueves, 1 de septiembre de 2011

Incertidumbre

Tachamos el último día absurdo
en el calendario.
Las horas se consumieron
en inspiraciones de minutos,
en momentos creados para saborearlos.

Sólo queda la hoja en blanco,
el futuro sin sentido,
temor y esperanza de lo nuevo,
sólo incertidumbre de lo que seremos.

Intentamos ser lo que queríamos
y nos quedamos clavados en lo que fuimos.
Cada cuadro lo pintamos de blanco,
cada verso corrimos a borrarlo.

Intentamos eliminar el punto final,
el desenlace corrompido,
el mañana cosido y raído.

Ahora tenemos lo que entendemos:
la memoria de un impás aburrido
y la huida hacia lo no vivido.

Nos quedamos atascados en lo que perdimos.