domingo, 26 de febrero de 2012

26 de febrero


¿Cómo te has despertado esta mañana? ¿Habrás abierto los ojos con una sensación extraña? ¿Te habrás acercado al calendario y te habrás dado cuenta de hoy todo vuelve a empezar?
Los días han dado la vuelta. Los números han vuelto todos al origen, el punto fijo de todos los comienzos, aquél que siempre se repite en la rueda de la fortuna y la desdicha que siempre nos atosigaba. Cuán distinto se ve ahora el mundo, ahora que nada se redime y, al mismo tiempo, se consumen las páginas pasadas.
Todo comenzó en un día como hoy, hace tanto y tan poco tiempo. Las luces de la ciudad temblaban en una noche de niebla y frío. Tú también temblabas. El vaho que escapaba de tu boca no era sino la materia escondida de mis suspiros y mi nerviosismo. Fuimos comiéndonos la noche a cada paso de asfalto. Mientras, la ciudad salía de fiesta. Tú y yo nos dirigíamos hasta la última parada, la de las despedidas. Tu mano se juntó con la mía con aquel calor suave y dulce que mataba todas mis soledades. Tu tibieza era más poderosa que todas las ráfagas gélidas de cierzo mientras desgranábamos nuestras vidas en la conversación de los nuevos descubrimientos.
Sentados, llegó el beso que abrió la vereda de tantos otros — ¿dónde están ahora? —, acudió a los labios que no tardaron en compartir sus alientos. Supimos entonces que todo iba a ser distinto; dimos portazo a la soledad y cambiamos nuestras vidas en aquel 26 de febrero…tan distinto del que ahora nos persigue y nos tortura. ¿Qué habrás vivido hoy, en este día marchito en el que ya se ha hecho de noche? ¿Habrás abierto tu memoria? ¿Qué has sentido hoy al cruzar nuestras miradas? 

lunes, 13 de febrero de 2012

Demasiado tarde (confesión trasnochada II)



Siempre es demasiado tarde para las palabras precisas
y los abrazos acertados;
siempre demasiado pronto para el romper de las fotos,
para el callar de los besos y el nacer de los silencios.

Perduras ausente; el corazón late en el olvido.
Sólo queda almacenar noches de insomnio
y más preguntas que sollozan sin respuesta.

Siempre parecen inadecuados los consuelos
y las manos en el hombro de miradas vacías.
Siempre se hace tarde para las despedidas amargas.

El binomio se disgrega con el último escalofrío:
los huesos se rompen al romper las lágrimas
y comienza el avanzar de las horas más autocompasivas.

¿Dónde estás ahora que el suelo se abre ante nuestros pasos?
¿Cómo te sientes ahora que el uno es por fin sin dos?
En mí quedan los restos del maullido desamparado,
la misma expresión de desesperación contenida
que subyacía en el instante en el que abriste los océanos.

Ahora te vuelves una idea dañina, recuerdos que me desequilibran
y me hacen resbalar por la pendiente del vacío compungido.
Imposible salir afuera; no cuando todo parece una quimera,
la gran pantomima, el verdadero esperpento:
tú, el amor y las esperanzas.

Confesión trasnochada


Los engranajes de mi existencia siguen atascados en la misma nostalgia inherente. Siempre termino por castigarme, por fustigarme, por maldecir…siempre termino por humillarme al perderme. Nada cambia. Sigues siendo la misma imagen pesada en la memoria. Las noches comienzan a ser la lucha encarnizada,  batalla homérica contra los recuerdos incómodos que trasnochan en la almohada. Siempre vence el recuerdo de tu desprecio, las miradas esquivas, las palabras mal digeridas, los besos que ya me negabas: todo aquello que aún clava su dedo en una llaga infectada por la eternidad más malintencionada —intención involuntaria, de esas que tanto duelen —. ¿Qué queda ahora en ese devenir lento de los días absurdos? Sólo los despojos inertes de lo que desechaste de tu vida, por sobrarte, por ya no gustarte, por dios sabe qué. Sólo sé que soy un ser-para-ti, pensado y diseñado para echarte de menos en las distancias siempre involuntarias, con los suspiros más patéticos al son de la música más melancólica.
Y no aprendo a fingir, como tú parecías hacer al mirarme. No aprendo a crear murallas con cada muesca en la pared de esta mente cadavérica; y no sé reconciliar el sueño, ni liberarme con algún grito imperecedero que haga toser la garganta y escupir toda la nostalgia. Sigo siendo el mismo mártir de todos los delirios, el mismo que te echa de menos igual que lo hacía en el duelo de aflojar y estirar correa, el mismo que dejaba que corriera su ánimo en las tardes de safari donde no había sino lágrimas sueltas.
Malditas sean las batallas que siempre pierdo en el insomnio. Maldita seas tú y maldito yo por decirlo. Maldito yo por seguir amándote en estas horas tardías, instante trasnochado en el que es siempre demasiado tarde.