sábado, 28 de enero de 2012

Desfile


Transcurre el desfile de los días. Nada percibo. Sólo hay una intuición en mis neuronas que nace del cosquilleo más profundo. Por fin comienzo a encontrar el sinsentido a todo intento; como consecuencia, la fatiga de unos ojos desbordados. Ante mí solo hay muros de cristales, a veces opacos, a veces reflectantes de una imagen que es al mismo tiempo mía y del desfile. ¿Por qué siempre aparecen los mismos síntomas en los minutos ambiguos de un instante flotante? Misma angustia, mismo dolor de sienes que surge en el trasfondo de las retinas y se proyecta en la bilis de un escaparte de última moda, misma náusea que hormiguea en la gabardina de hacer la ronda de los paseos tristes y las putas solitarias.
Nadie lee nunca la cartilla, ni el manual de instrucciones ajado de tanto no usarlo; nadie apaga nunca los semáforos y hace que nos atasquemos. Nada avanza sin que nada deje de avanzar. Todo se mueve en el mismo centrifugado, eterno retorno de pasar hojas de un sentido a otro desocupado. Así quedan las arrugas, teñidas del carmín de los ocasos tardíos, retocadas por el barman amigo: todos viejos y nadie sin serlo, sin sueño sincero y el placer de no cumplirlo. ¿Harán copagos de nuestros desmanes al tomar el té con la clarividencia? ¿Cobrarán por hacernos pasear por los laberintos oníricos más idiotas? El desfile de los momentos pintorescos se atasca, desde el manchado cuaderno de Bitácora hasta los fax desfasados en las habitaciones cerradas de la memoria. Quizás mañana perciba aquello que he venido buscando. 

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