Se nota por las calles, ahí donde pisamos el suelo y nos sentimos incómodos, ahí donde se respira mal y no sabemos muy bien qué es lo que lo causa. Se siente ahí donde no puedes evitar girar la vista, o, por el contrario, quedarte muy quieto y observando, sin dar crédito a lo que ves o lo que oyes. Se percibe en una sensación inquieta, oscura y gris, siempre aletargada en ti mismo como una huella que perdura, ese tipo de huellas que sólo surgen cuando algo está mal y ese mal es intolerable. Y da igual por donde andes, aunque recorras fronteras, aunque te sientas un ser nómada que hace de su cuerpo su pasaporte. Poco importa.

La atmósfera se agita ahí donde una bomba invisible está a punto de estallar, en ese segundo en el que el grito de ira se vuelve efectivo, donde la performance de la vida mísera arranca unos aplausos tristes. HUELE A DESIGUALDAD. Huele a injusticia. Las vidas que también lo huelen siempre fruncen el ceño; saben que algo se pudre: no somos otra cosa que nosotros mismos. Nos pudrimos todos en este desaire y este salto mortal, siempre vertical, siempre hacia abajo, siempre en el barro en el que, poco a poco y sin apenas darnos cuenta, nos vamos hundiendo poco a poco.
Y repito que no importa de donde venga el olor, pues se encuentra en todas partes, en todas las esquinas de algo que nos parece apacible, en cada rincón o tras cada puerta. Huele a desigualdad en Shangai, en la antigua Yugoslavia, en la Rusia de Putin, la Italia de Monti, en las favelas de Río, en los campamentos saharauis, en las calles de Nueva York, o incluso aquí, en el barrio donde he crecido, San José, con ese aire suburbano que tanto se ha notado siempre en la nariz y con el que hemos venido aprendiendo.
¿Dormirán bien por las noches aquellos cuya opulencia tiene como consecuencia la miseria de tantos otros? ¿Se sentirán bien los déspotas, los dictadores, los banqueros y los magnates? Puede que ellos también sientan ese olor incómodo y que, no obstante, huelan en cambio sus perfumes para mejor soportarlo. Mientras ellos fingen saber vivir sus vidas, nosotros apuramos las nuestras, en este sinsentido prefabricado, intentando no derramarla e ir saltando los agujeros que su opresión va creando en nuestro camino: esas nadas que desprenden ese olor putrefacto, olor incómodo, olor insoportable…olor a esa desigualdad tan interesada.