Me pregunto a qué huele un
instante, ese enmascarado siempre en la presencia del silencio. Tal vez se parezca
a ese olor dulce de la muerte como a memoria y a flores secas. Es posible que
ahí sea donde aún resista la vida en bruto, “impulida” e “inbarnizable”, esa
mezcla indistinta entre bios y zoé. Quizás
sea ese instante imposible de oler lo que crea esa no-identidad del espejo, o
de la habitación de persianas cerradas donde el silencio se hace violento, se
acerca más al grito que el grito mismo, adquiere el color de una nota húmeda o
una garganta seca. Callar puede ser el significado.
Si la palabra muerte fuera veraz,
tendría que ser impronunciable, inadmisible, intratable; debería estar ahí en
cada esquina donde un reloj va creando un diario de vacío, con renglones rítmicos
al son de una melancolía, algo pathético.

Puede que, al fin y al cabo, esa
vida indistinta no se distancie demasiado de la propia muerte, y puede que ese
instante se entremezcle demasiado bien con ella. Al fin y al cabo, ¿no decía
alguien que la muerte es verdaderamente la absoluta afirmación? Y ¿no es el
silencio un modo extraño de muerte?