Son extrañas las huellas en la piel cuando ya
no las miras, pero sabes que existen. Y por encima de ello es extraño verte a
ti mismo como alguien extraño, como una consecuencia de algo —intentar razonar
la contingencia siempre es absurdo —. Darse cuenta de que ya no eres quien eres
supone una trascendencia difícil de explicar, es una trascendencia callada,
muda, indecible. Es casi como un tributo a la filosofía —que, como diría
Adorno, [la filosofía] es el esfuerzo
permanente y desesperado de decir lo que no puede decirse —quizás el cambio
suponga algo parecido; sobre todo cuando ese cambio sientes que viene de lo
profundo de tu alma —o de tu mente, o de tus entrañas, como prefieras llamarlo
—, de las inquietudes constantes de lo inconstante.
No intento teorizar nada, no intento
aprehender nada de todo esto, no pretendo realizar una argumentación válida. No
quiero que nada de esto se traspapele. Sólo quiero vomitar pensamientos e
intentar hilarlos para intentar hilarme a mí mismo e intentar no enredarme —o
puede que al enredarme llegue a alguna parte —.
¿Cuándo uno se da cuenta de que no es el mismo
que antes? ¿Qué es lo que provoca esa lucidez perceptiva, casi diría que
sensible a las neuronas? ¿Qué es lo que aprieta el interruptor de la bombilla y
apto seguido la rompe y deja caer sus cristales sobre tu cabeza?

Cuando nos hacemos esa pregunta, la mejor
respuesta debería ser siempre que no somos, un perfecto “no soy”, hasta que
sepamos la respuesta sin necesidad de formularla. Y eso es el cambio, la
superación del “¿quién soy?” en “soy esto”, a vueltas del “¿qué soy?”, para así
ver evidente el “he sido” y el “fui” y reírse del “no soy”.
O puede ser que el cambio no sea nada de esto
y que no sea nada más que los hilos que han terminado por enredarse en mi
mente. Sea como sea, perdonad por haber malgastado vuestro tiempo.