Asfalto quemado; fuego
saliendo del cigarro
que consumías
con el ansia de rigor.
Tu cara supuraba
todos los malos pensamientos
que habíamos estado sulfatando.
Yo prefería encerrarme
en mi cuarto
y así nadar entre líquido amniótico.
La puerta y el exterior
se encontraban en un mundo
imposible, inalcanzable, lejano.
Tú venías a sacarme de mi bolsa
y yo habría los ojos cada mañana
al sentir tus besos con sabor a madrugada.
Yo te miraba con el aire
de malos humos acostumbrado
mientras tú seguías bebiendo
del ruido despierto
del reloj maleducado.
Y todo porque nos miramos el fondo de las cabezas
y nos colapsamos con todo lo que vimos.
Y todo porque bebimos recuerdos
y no olvidos
y abandonamos las persianas
en las que acostumbrábamos dormirnos.
Tú reías al verme quejarme
y pedir explicaciones
a las manecillas del despertador maldito.
Pero a pesar de todos los “peros”,
siempre supimos que nos queríamos
al bizquear las miradas tuertas
y transpirar los nervios del roce de cuerpos.
Tú en tu humo, yo en mi atmósfera;
rompiendo en los sueños la distancia intencionada
y creando futuros inmediatos en las sábanas.
Siempre respirábamos eso de las barreras rotas.
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