Siempre
tenía que contenerme las ganas de lanzarle algo a su cara enrejada al verle.
Odiaba su sonrisa cruel y enferma; odiaba sus colmillos sobresaliendo de sus
pórfidos labios en señal de amenaza; odiaba la sensación de angustia que siempre
me provocaba al sentirlo cerca.
En
el pasillo hasta la celda de reclusión todo era claustrofóbico. Desde las
lámparas fluorescentes del techo hasta las ratas bajo los pies, rozando el
escalofrío con la punta de los dedos. Yo me limitaba a intentar andar, sólo
centrada en el acto mismo de los pasos, olvidando toda función de pensar
—inutilizar el cerebro para no tener que echar a correr en la dirección
contraria —.
Llegué
al final y fue su mirada lo primero que me saludó, esa mirada de superioridad
al reírse con el iris y fulminar con las pupilas. Lo odiaba. Y no sabía
realmente que narices hacía allí todas las semanas. Junto a él me sentía
desnuda, privada de toda sensación de seguridad. ¿Y por qué estaba allí? Ojalá
hubiese intuido mínimamente la respuesta. Quizás fuera cosa de la costumbre,
por pura inercia. Quizás era terror a no
seguir siendo su juguete.
—Hola,
gatita, ¿qué tal vamos esta semana? ¿Dándole bien al cuerpo? ¿Eh? Seguro que
sí… ¿verdad que sí, gatita? ¿Verdad que siempre has sido un poco zorrita? ¿Por
eso vienes aquí, no? —sólo se me ocurría ignorarle. Era demasiado difícil
intentar ser valiente, hacer algo, plantar cara a las pesadillas tangibles que
te miran.
Opté
por no contestar, ni siquiera asentir. Tan sólo me desnudé, poco a poco, nada
más atravesar los barrotes, mientras me dolía cada prenda que me quitaba. Noté
cómo el aire gélido de la prisión acariciaba cada poro de mi piel desnuda.
Sentí un escalofrío. Nunca he creído que fuera de frío, sino más bien terror y
asco al ver sus ojos de pura lascivia al ver mi cuerpo expuesto: todas mis
vergüenzas, todos mis moratones al descubierto.
No
tardó en comenzar. Yo me dediqué a huir con la mente y dejarme llevar. Su
lengua iba recorriendo cada centímetro de mi cuerpo mientras yo intentaba no
asquear cada una de sus caricias. Al rato, todo había acabado, pero como
siempre se me quedó el remanente de lo vergonzoso en el cuerpo, como pegado,
dejando su marca imborrable —quizás olvidarlo todo ayudaría a limpiar la piel
—.
Volví
a salir como cada semana, con nuevos arañazos, con nuevos moratones, con nuevas
ganas de vomitar y cortarme las venas en la bañera. Escapé con la mente aún
confundida. Escapé sólo con la certeza de que la semana siguiente iba a volver.
Escapé deseando que la marca de sus encías ácidas desapareciese de mi cuello.
Nunca había leído algo tuyo así, me gusta mucho, muy crudo. No es que lo anterior no me guste, no me malinterpretes, pero me ha sorprendido y he dado con la excusa para escribirte un comentario :) Besitos
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