miércoles, 7 de septiembre de 2011

Como de costumbre


Siempre tenía que contenerme las ganas de lanzarle algo a su cara enrejada al verle. Odiaba su sonrisa cruel y enferma; odiaba sus colmillos sobresaliendo de sus pórfidos labios en señal de amenaza; odiaba la sensación de angustia que siempre me provocaba al sentirlo cerca.


En el pasillo hasta la celda de reclusión todo era claustrofóbico. Desde las lámparas fluorescentes del techo hasta las ratas bajo los pies, rozando el escalofrío con la punta de los dedos. Yo me limitaba a intentar andar, sólo centrada en el acto mismo de los pasos, olvidando toda función de pensar —inutilizar el cerebro para no tener que echar a correr en la dirección contraria —.

Llegué al final y fue su mirada lo primero que me saludó, esa mirada de superioridad al reírse con el iris y fulminar con las pupilas. Lo odiaba. Y no sabía realmente que narices hacía allí todas las semanas. Junto a él me sentía desnuda, privada de toda sensación de seguridad. ¿Y por qué estaba allí? Ojalá hubiese intuido mínimamente la respuesta. Quizás fuera cosa de la costumbre, por pura inercia.  Quizás era terror a no seguir siendo su juguete.

—Hola, gatita, ¿qué tal vamos esta semana? ¿Dándole bien al cuerpo? ¿Eh? Seguro que sí… ¿verdad que sí, gatita? ¿Verdad que siempre has sido un poco zorrita? ¿Por eso vienes aquí, no? —sólo se me ocurría ignorarle. Era demasiado difícil intentar ser valiente, hacer algo, plantar cara a las pesadillas tangibles que te miran.

Opté por no contestar, ni siquiera asentir. Tan sólo me desnudé, poco a poco, nada más atravesar los barrotes, mientras me dolía cada prenda que me quitaba. Noté cómo el aire gélido de la prisión acariciaba cada poro de mi piel desnuda. Sentí un escalofrío. Nunca he creído que fuera de frío, sino más bien terror y asco al ver sus ojos de pura lascivia al ver mi cuerpo expuesto: todas mis vergüenzas, todos mis moratones al descubierto.

No tardó en comenzar. Yo me dediqué a huir con la mente y dejarme llevar. Su lengua iba recorriendo cada centímetro de mi cuerpo mientras yo intentaba no asquear cada una de sus caricias. Al rato, todo había acabado, pero como siempre se me quedó el remanente de lo vergonzoso en el cuerpo, como pegado, dejando su marca imborrable —quizás olvidarlo todo ayudaría a limpiar la piel —.

Volví a salir como cada semana, con nuevos arañazos, con nuevos moratones, con nuevas ganas de vomitar y cortarme las venas en la bañera. Escapé con la mente aún confundida. Escapé sólo con la certeza de que la semana siguiente iba a volver. Escapé deseando que la marca de sus encías ácidas desapareciese de mi cuello.


1 comentario:

  1. Nunca había leído algo tuyo así, me gusta mucho, muy crudo. No es que lo anterior no me guste, no me malinterpretes, pero me ha sorprendido y he dado con la excusa para escribirte un comentario :) Besitos

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